Viajar es una forma de sacudirse los tópicos. Del mismo modo que el español rechaza la eterna identificación con los tablaos flamencos y las corridas de toros, los suizos aspiran a zafarse de esa socorrida imagen que los liga (no siempre sin su consentimiento) a los relojes de precisión, los refinados chocolates y una neutralidad política bajo la que se esconde una interesada permeabilidad a los capitales de dudosa procedencia. Pero de vez en cuando Suiza pierde su natural amable y se viste de país aguerrido. Un día saca las garras y, tras plantar batalla, su selección de fútbol doblega a España en el mundial de Sudáfrica. Más tarde descarrila un tren, recordándonos que también en el reino de la exactitud se producen accidentes. Y cuando lo estima oportuno, su gobierno limita los permisos de trabajo para los inmigrantes, reduciendo el censo de foráneos.

En el plano de las tradiciones, la bella Suiza también reserva un espacio para lo feo y lo siniestro. Una forma de "Swissness" que no desdeña las manifestaciones grotescas, por contraposición a las estampas idílicas que el país prodiga a lo largo de su geografía.

Un ejemplo se halla en el Valais, el hermoso país novelado por Ramuz y Chappaz, situado entre Francia e Italia, a la vez lejos y cerca de la civilización. Recoletos pueblos se extienden al pie de majestuosas montañas que crecen y se superponen ante la mirada del viajero que llega al cantón. A dos horas de tren de Ginebra, el forastero sigue en sentido inverso el curso del Ródano, que se va alargando y laminando hasta llegar a Brig. Antes, ese mismo forastero habrá podido apearse en Raron para visitar la tumba del poeta Rilke, pasear desde Geesch y Niedergesteln para admirar una plaza decorada con alegorías de las cuatro estaciones, o subirse en un funicular que comunica la parte baja del valle con Unterbäch y el vecino Eischoll, separados por caminos que la nieve sepulta hasta bien entrada la primavera.

Hasta ahí todo es hermoso, sereno y contenido, dispuesto para la contemplación. La sorpresa aguarda cuando se abandona el tren y se toman las guaguas que, tras cruzar un túnel fronterizo, ascienden hacia el Lötschental, región dominada por el imponente Breithorn, uno de los titanes alpinos.

Blatten es el último pueblo en el que para el autobús interurbano, medio utilizado por grupos de esquiadores que a veces enganchan sus remolques al vehículo. Antes de comer en uno de los restaurantes de Blatten, cuyas terrazas dan al olímpico anfiteatro de los Alpes berneses, el paseante holla las calles nevadas, escrutando el interior de viejas casas de madera encerradas en blancas costras. Y, de pronto, quien mira se siente a su vez observado. Dobla la esquina y ante él se alza un ogro de madera que parece salido de los antiguos cuentos de hadas.

Esa aparición engendra otras. Monstruosas máscaras surgen tras algunas ventanas y, al pie de casas deshabitadas, se yerguen ogros descomunales que retrotraen un Medievo bronco y demoniaco, vestigios de un país bárbaro donde aún no había penetrado la fe. Es la otra Suiza, la Suiza primitiva, engastada como oscura perla en la blanca concha de la civilización moderna.

Es inevitable entonces que el viajero se pregunte de dónde salen tales figuras. La respuesta viene envuelta en un vocablo áspero, casi impronunciable: Tschaggätta. Ese es el nombre que reciben los monstruos hechos de madera de pino y cubiertos con pieles de animales de cuyo cinturón cuelga una campana. En tiempos remotos, la creencia popular fraguó el mito de que el monstruo frotaba sus guantes de hielo en los rostros de sus víctimas con el fin de reducirlas. Poco a poco, el mito arraigó en las costumbres; así fue cómo el lúgubre fantasma (a caballo entre las máscaras japonesas del Kabuki y Los Carneros de La Frontera), derivó a las celebraciones de carnaval. Mujeres y niños eran las presas favoritos de este extraño ser equivalente a nuestro "coco" o "Hombre del saco", que salía a las calles en los primeros días del mes de febrero, propiciando su captura.

Con el paso del tiempo, la tradición se volvió más amable hasta el punto de que los pretendientes adoptaron la apariencia del Tschäggättä para asustar a las muchachas casaderas, extraña forma de cortejo. Hoy, no solo los solteros, sino también los casados, las mujeres y los niños se disfrazan de monstruo por carnaval, sacando de sus baúles las máscaras, pieles y campanas para desfilar por las calles de los pueblos valaisianos.

Lejos de ser una singularidad aldeana, el Tschäggättä se ha convertido hoy en uno de los principales atractivos de ese bello destino turístico que es el Lötschental. Existe de hecho un museo dedicado a esta tradición, que los paisanos mantienen viva como símbolo de una antigua cultura cuyos ecos aún resuenan entre cumbres de vértigo.

Vea en su móvil un vídeo sobre la tradición suiza.

Otra opción, en línea: http://www.loetschental.ch/en/things-to-do/culture/2013--year-of-culture.