De pequeña solía escribir bien. O, al menos, eso decía mi abuelo. Hoy la situación ha cambiado: me siento insegura y temo no estar a la altura. Cuánto me gustaría contar con la aprobación de mi abuelo, quien, si bien no cambiaría una sola palabra de mi escrito, sí me daría buenos consejos y no permitiría que una sola falta de ortografía se colara en el texto.

"Se nos fue don José"; "Un canario ejemplar"; "Con su permiso, don José"; "Recordando al amigo"... Son muchísimas las muestras de cariño y respeto que mi madre, mi hermano y yo hemos podido leer estas últimas dos semanas, tanto públicamente en periódicos y otros medios de comunicación como de forma privada a través de cartas y mensajes. Mi más sincero agradecimiento a todos los amigos que ya echan de menos a mi abuelo y a todos los desconocidos que apreciaban su tenacidad y lealtad a sus principios y que, a su manera, también le echan de menos. Sus palabras han sido sin duda de mucha ayuda para nosotros y un bonito homenaje a su increíble personalidad. No quiero dedicar tiempo ni esfuerzo a denunciar aquí la escasa calidad humana de todos aquellos que, mientras mi familia y yo llorábamos desolados la mañana del 8 de abril, se deleitaban con críticas inapropiadas, comentarios irrespetuosos e, incluso, muestras de alegría. No voy a juzgarles aunque es obvio que esta gente carece de algo que a mi abuelo le sobraba: la capacidad de "ser un caballero". Seguramente es por eso que ninguno de ellos puede presumir de tener varias calles y plazas a su nombre, incontables medallas, condecoraciones y distinciones de numerosas entidades de prestigio aquí y en el extranjero, una trayectoria profesional plagada de éxitos conseguidos tras el esfuerzo y la entrega personal, una empresa cimentada en su figura y una familia de la que él era centro y eje motor. Solo mi abuelo consiguió todos estos logros y, sin embargo, no presumía de ellos.

Mucho se ha dicho y se dirá sobre don José, editor y director de EL DÍA. Él destacó y un hombre que destaca ha por fuerza de incitar opinión. La grandeza siempre encuentra admiradores y detractores, nunca indiferencia, y las palabras surgen con fluidez de quien quiere comentar su figura para elogiarla o criticarla. Pero solo contadas personas podemos hablar sobre don José, papá, o don José, abuelo. También en estos aspectos fue excepcional y por eso creo que es un privilegio y un deber el redactar estas líneas.

Crecí en casa de mis abuelos, José y Mercedes. Ella fue esa gran mujer detrás de todo gran hombre, eterna compañera en el día a día, atenta vigilante del bienestar de su familia. Curiosamente, ella es también la gran olvidada estos días, a la que solo pocos y muy cercanos redactores mencionan en sus escritos. Cuando mi abuela nos dejó, hace ya diez años, mi abuelo, mi madre, mi hermano y yo sentimos un vacío y un sentimiento de injusticia enormes. Todo sucedió de un momento para otro y supuso un choque tremendo para mi abuelo, quien se vio abocado, ya por impotencia ya por voluntad propia, a grandes cambios en su vida. Decidió no acudir más a aquellos sitios que frecuentaba con ella y se alejó un poco de su grupo de amigos, con quien tantas risas, discusiones y comidas había compartido en compañía de mi abuela. Mi abuelo quería y necesitaba a mi abuela más de lo que él seguramente pudo imaginar nunca y sé que si yo misma la he recordado todos y cada uno de los días que han pasado desde entonces, él lo hizo con igual o incluso más intensidad.

Gracias a mi abuelo tuve una gran educación. Su actitud, cualquier palabra, gesto o decisión eran una gran lección. Cuando era solo una niña de pocos años él solía cogerme en brazos y pasearme por toda la casa. Nos parábamos enfrente de las estanterías y me decía el nombre de las cosas que había en ellas. Era un juego divertidísimo para mí, una forma de contacto increíble y, en el fondo, una clase para enseñar y espabilar a una niña pequeña. Mi abuelo era a quien yo acudía cuando se me rompían los juguetes para que me los pegara, quien me corregía cuando decía mal una palabra o cuando hablaba demasiado rápido y no vocalizaba adecuadamente. Y nunca decidió que había algo más importante que hacer en ese momento. Jamás se involucró en ninguna anodina discusión familiar, de esas que ocurren cuando quieres quedarte más tiempo jugando en la calle con tus vecinas. Cuando él me hablaba siempre tenía algo importante que decirme y, si no, simplemente estábamos en silencio el uno junto al otro. Muchas veces, al arrancar una conversación, me decía: "Escucha". "Escucha". Él no era amigo de chácharas insustanciales pero sí que prestaba atención a lo que mi abuela, mi madre y yo comentábamos. A veces se reía al oírnos, a veces parecía que no le importaba, pero en realidad estaba atento a las cuestiones más simples que giraban en torno a su familia.

Para mí, la mayor demostración de grandeza de mi abuelo tuvo lugar cuando yo era adolescente. Llegó ese día en el que el sistema educativo del momento nos pedía que decidiésemos si queríamos dedicar nuestras vidas a las ciencias o a las letras. No había vuelta atrás. Yo vi cómo muchas de mis amigas elegían en función de lo que sus padres les pedían, en ocasiones en contra de sus grandes sueños de adolescente. En el fondo yo sabía que prefería las ciencias, aunque no me disgustaran del todo las letras. Ciertamente, compartí con mi abuelo no solo la pasión de leer sino también el gusto por el mismo tipo de libros, que solíamos regalarnos e intercambiar y comentar constantemente. No sé si llegué a preocuparme seriamente sobre si era mi deber encaminar mi vida hacia el periodismo, del mismo modo que mis compañeras debían asegurar la continuidad generacional de toda una familia de médicos, dentistas o abogados. Antes incluso de que yo misma me planteara mi futuro, mi abuelo me dijo que yo debía estudiar ciencias. Él me conocía y había sabido ver mis verdaderos deseos y, siguiendo su costumbre de dejar siempre las cosas claras y hablar de forma concisa y directa, evitó que yo me debatiera entre lo que erróneamente podía considerar un deber moral para con él y lo que realmente quería hacer. El periódico era su vida y su pasión y yo era la niña de sus ojos. Todavía hoy hay quien cree que soy periodista y quien da por hecho que trabajo en EL DÍA, porque eso hubiera sido lo lógico. Sin embargo, mi abuelo no pecó de egoísta sino que luchó por que yo tuviera libertad de elección. Gracias a él soy quien soy: él siempre me apoyó con orgullo y creyó en mí incluso más de lo que yo lo hice.

Libertad. Palabra clave en la vida de un periodista, máxima en la de mi abuelo. Pero no solo de libertad de expresión o pensamiento vivía él. Ya he mencionado la libertad de elección. La vida de mi abuelo estuvo plagada de experiencias importantes, buenas y malas. Vivió la guerra, épocas duras y también días de bonanza para la tierra y gente que amaba, desgracias familiares y momentos de infinita alegría. Cada suceso fue una pieza más del puzzle que iba forjando su personalidad. Pero nunca, nunca, nunca intentó aleccionarnos o defender sus ideas delante de su familia. En torno a la mesa hablábamos de cómo me había ido el día en el colegio o la universidad, de los planes que él tenía para la semana, de la conversación que mi abuela había mantenido con algún amigo o familiar o de las noticias científicas que habían aparecido recientemente y por las que él siempre mostraba curiosidad y hambre de saber. Tenía unos ideales claros y establecidos en profundos pilares, pero nunca quiso que yo, su niña, a la que pudo haber moldeado a su manera desde pequeña, adquiriera esos mismos ideales simplemente por obligación. Sin sermones, sin dictaduras, tan solo contestaba cualquier pregunta que hacía sin imposiciones.

Mi abuelo era una fuente de conocimientos infinita. Si yo planeaba un viaje, enseguida me contaba parte de la historia, la naturaleza o geografía del lugar, acompañado de vivencias si él había estado allí. Me preguntaba los apellidos de mis amigos para ver si conocía a alguien de su familia y poder contarme alguna anécdota. En mi casa solíamos comer fuera los domingos. Durante estos últimos años, mi abuelo prefería ir caminando a algún restaurante de Santa Cruz. Paseábamos por el barrio de El Toscal, donde él pasó su niñez, y le gustaba recordar cómo eran las calles, dónde jugaba y qué hacían los chiquillos de pantalones cortos para matar el tiempo.

Nuestra relación era muy especial y compartimos varios viajes los dos solos, viajes donde nos guiábamos el uno al otro. Él decidía dónde y cuándo, siempre con un objetivo claro: un museo, un castillo, unos viñedos o, simplemente, sentarse a ver el movimiento de una ciudad. Más allá de eso, yo me responsabilizaba del resto de la aventura: qué otras cosas hacer, cómo llegar a los sitios, dónde comer... Londres, París, Nueva York, Oslo, San Francisco, Estocolmo, Saint Michel, Los Ángeles... Experiencias incomparables complementadas con el inagotable saber de mi abuelo, que superaba con creces lo que cualquier guía de viajes pudiera contar. Dotado de una cabeza extraordinaria y lúcida hasta el último momento, tenía una memoria asombrosa que había enriquecido gracias a su intensa vida cultural y su insaciable curiosidad.

Yo soy, en gran parte, mi abuelo. Soy él porque me guío por los valores por los que él se guiaba. Son los valores que he aprehendido tras treinta años a su lado, por su ejemplo, nunca por su imposición. Son el respeto, el saber estar, el intentar escuchar más que parlotear, la tenacidad. La desconfianza: uno solo puede confiar plenamente en sí mismo. La mordacidad, la responsabilidad, la capacidad de superación, la generosidad. El estilo: no importa cuánta razón tienes si no expones tus argumentos y te comportas con estilo. El sentido del deber, la capacidad de sacrificio, la racionalidad, la picardía. La fuerza: mi abuelo tenía una fortaleza excepcional. Se podría decir que era un hombre físicamente débil, pero su fuerza residía en su cabeza. La mente lo es todo para seguir adelante, para ser quien eres, para luchar por lo que te importa. Cayó enfermo, sí, pero aguantó lo que muy pocos aguantan gracias a la fuerza de su mente. Yo sé que el 8 de abril nos dejó por decisión propia, probablemente porque visualizó un futuro donde, con la salud mermada por la grave enfermedad que le atacó en marzo, no podría dedicarse a su periódico y a la lucha por su tierra con la misma intensidad de antes. Él no era hombre para estar jubilado, ni para estar en casa sentado sin hacer nada. Era pasión, altibajos, enfados y alegrías, motivación. Mi madre, mi hermano y yo estábamos con él, y él tuvo que vernos fuertes y preparados para decidir que podía dejarnos solos. Se ha ido mi referente, mi protector, mi abuelillo... pero me queda la alegría de saber que nunca le defraudé, que aproveché todo lo que me dio y que él irá siempre conmigo para ayudarme a llevar una vida de la que él seguirá orgulloso.