HE DE CONFESAR que me quedé enredado en el ocho. El miércoles volví a sentir un cierto desabrigo. Y no precisamente a causa del tiempo desapacible de esos días. A ustedes, quizás les ocurriese algo parecido. Cuando entorné la puerta de la solana y el aire penetraba en la cocina, el almanaque osciló y la hoja, la única hoja que aún prendía de él, se agitó de tal forma que pareció desgajarse y salir volando. Esta circunstancia un tanto simbólica, que se repite cada doce meses, la vivimos también allá por el año siete tanto ustedes como yo, seguramente, junto a personas cercanas que ahora, hace unos días, por San Silvestre, ya no estaban entre nosotros. Todos tenemos a alguien en la memoria, ya sea familiar, amigo, compañero o conocido. Nosotros, ustedes y yo, de momento hemos comenzado un nuevo sendero. Estas líneas van dedicadas a ellos. A los que se quedaron por el camino de esos 366 pasos. A ellos y a los que se incorporaron a la vida en el transcurso de esos cuatro trimestres. Quien más quien menos ha repartido alguna que otra felicitación por una nueva maternidad o paternidad. Ese hijo, ese nieto, ese primo o ese sobrino nuestro o de aquellas personas de nuestro entorno, de una u otra forma, ha recogido el testigo de la vida en un año complejo y confuso en numerosos ámbitos. De todas formas, el cambio tradicional de calendario de hace unos días sólo es seguido por un tercio de la población mundial, mientras que los dos tercios restantes, correspondientes a culturas como la china, musulmana, hindú y judía, entre otras, se rigen por distintas fechas para completar los ciclos anuales.

Dicho esto, he de admitir que una parte de mí aún permanece atracada en el muelle octavo del puerto del primer decenio de este siglo. Como quizá les haya pasado a algunos de ustedes, al hacer balance de los dos últimos semestres descubrí que dejé pendientes algunos asuntos. En aquel momento, el pasado miércoles, llegué a pensar que podía apostar por el último segundo de ese año que ya se fue. No era un segundo cualquiera, sino uno adicional que nos regalaba el destino. En realidad se trataba de que los relojes del mundo se ajustaran a la rotación cada vez más lenta del eje de la Tierra. O algo así. ¿Ustedes se enteraron en el momento preciso? Yo, tampoco. A punto estuve de tragarme doce, no, trece uvas. Un segundo, dicen. Que le cuenten a Gasol cuánto da de sí un segundo -con décimas determinantes-, o a Bolt -con centésimas concluyentes-, o a Alonso -con milésimas aplastantes-. Ayer, abrí de nuevo la solana y el almanaque del nueve no tembló ante la fuerte ventolera. Ahora negocio dejar de ser rehén del ocho.

*Redactor de EL DÍA