TUS LABIOS DE POETA se desfiguraban con las sombras de un apelmazado bigote que te daba la apariencia de un bondadoso oficinista. De esos que trabajan de lunes a viernes con un horario de ocho de la mañana a dos de la tarde y que al "morir" cada jornada regresan a casa con un periódico enrollado debajo de un brazo. Un ser anónimo que rompía su aislamiento en cuanto le ponía música a las palabras. Jugabas con las letras con maestría. Gozabas apretando los versos contra esa raya en la que la censura era implacable; justo donde lo erótico se convertía en una penitencia literaria que con el paso de los años acabaría olvidada en un polvoriento sótano en el que se respira un aroma a rancio. Entre todo lo malo, lo menos malo. Peor hubiera sido ver cómo tus rimas perdían el pulso consumidas por el fuego inquisitorio. Solías decir que en la vida no se prodigan los finales felices. Quizás, ésa fue la razón por la que elegiste ser el escritor de la clase media.

"Una vez escribí (comentó sobre uno de sus cuentos) de un obrero que nunca se dirigía a los lectores como un tipo de barrio. Aquel albañil se expresaba como un licenciado. Me equivoqué. A partir de entonces me empeñé en que el obrero hablara como un obrero", aclaró. Eras un antiimperialista de pura raza. Igual fallo, pero si hubieras tenido que salvar algo de Estados Unidos, en tu cabeza sólo existiría un minúsculo recuerdo para la figura de un creador de Illinois: Ernest Miller Hemingway. "Era un enorme cuentista", reveló con su fina ironía.

Mario era el poeta de los exilios y de los desexilios. Cuatro veces le tocó hacer las maletas por obligación, pero siempre volvía a su Montevideo (Uruguay). Luego, cuando un cronista le preguntaba qué le había dolido más, ¿sus partidas o sus regresos?, Benedetti dividía el cariño con elegancia. Hablaba de lo feliz que estaba de nuevo en casa y de lo bien que le habían tratado cuando sus renglones hirieron a los "arquitectos" de las dictaduras del Sur. Un diplomático del lenguaje que no dudó en confesar que lo más hermoso de su existencia, además de su esposa Luz, había sido poderse comunicar con la gente. Lo mismo sentirán los que hemos disfrutado con sus textos, don Mario.

*Redactor de EL DÍA