CON PERMISO, tomo prestado este verso de Nicolás Estévanez Murphy, de su poema "Canarias", si bien es verdad que tampoco me siento plenamente identificado con aquella "dulce fresca e inolvidable sombra" (sic), la que dicen proyectaba el almendro de la casona de la curva de Gracia y que el poeta cantó a los vientos como su única y verdadera patria.

Lo cierto es que, a lo largo del tiempo, los canarios hemos tenido que soportar las más diversas interpretaciones que en relación a las Islas y los isleños han acuñado, como si se tratara de argumentos de autoridad, viajeros impenitentes, chupatintas meseteños, naturalistas utópicos, agrios desterrados, trotamundos soñadores, comerciantes avariciosos, legiones de advenedizos, funcionarios del tres al cuarto, surrealistas alucinados...

El que llega de afuera siempre ha creído que en su trayecto sobre la mar, más allá del continente, está investido con la potestad de abrir un corto paréntesis y, entonces, nos curiosea, como paradigma de lugar exótico; nos analiza, desde su visión eurocentrista y metropolitana, y nos discursea con prepotencia, ya sea desde la consideración de territorio conquistado, colonia atlántica, enclave geoestratégico, posesión de ultramar o región ultraperiférica.

Es verdad que, todavía hoy, sabemos muy poco de nosotros mismos, pero los forasteros -muchos de ellos con maneras y gestos inequívocamente malintencionados- nos han confundido aún más.

Esa historia la pongo en entredicho. Y, mientras tanto, aquí me quedo para seguir aguantando esta existencia original y visible, entre el recuerdo de un paraíso perdido y un opresor purgatorio de abandono.

Estoy con don Nicolás: mi patria no es Europa.

(*) Redactor de EL DÍA