NO SE SABE POR ARTE de qué, este individuo se atribuyó el halo de intocable, de exclusivo; de que a él no se le podía hablar más alto ni más bajo. Porque sí. El hombre que se creía único hacía valer sus razones ya no por el poder -que a lo mejor tenía-, por la intimidación -una de sus armas afiladas- o por el dinero -a menudo apilado de forma subrepticia-, sino porque era quien era. Sin más. El hombre que se creía único (vale para la mujer que se creía única) blandía su "lógica" pues ni le interesaba la de los otros, a los que pisaba en sus argumentos, sólo por que él/ella estaba tocado de un algo especial -creía-, que lo hacía dominar todo a su alrededor. A pesar de la mala leche, el hombre que se creía único estaba complacido de ir por la vida precisamente a la mala leche, aunque esbozara sonrisas sibilinas que delataban que él estaba-pero-no-estaba en una reunión, con la familia, con los "amigos". Además, el hombre que se creía único se jactaba de seguir las leyes y las reglas comunes, del uso y la costumbre cuando le convenía y de pasárselas cuando no. Vislumbraría alguna vez, entre tragos de champán, malvasías o maltas escoceses que había gente que se creía única, pero, qué va, nunca como él. El hombre que se creía único se encontró un día con aquel hombre corriente. Se mosqueó. El hombre/mujer corriente le derrumbó sus esquemas. No porque supiera más; no con verborrea ni con arengas filosóficas. Sólo por la sencillez de sus actos diarios. Se llenó de inquina. Y en su buen-día se vio navegando por el ectoplasma. Llegó ante las enormes cancelas de la luz; allí estaba el hombre corriente, que lo esperaba y que le abrió paso. Miró. Un océano de gentío se arremolinaba y discutía en un limbo fluorescente. Preguntó, ¿quiénes son?. El hombre corriente se encogió de hombros. "Hombres que se creían únicos".