NO NOS ENGAÑEMOS, no todos podemos ser Ferrán Adrià. Si acaso, algunos podríamos llegar a parecernos a Arguiñano, pero no por su habilidad culinaria sino por la mala calidad de nuestros chistes. Además, por múltiples variedades de recetas y guisos que existan, sentimos una atracción fatal por las fritangas. Nos llama tanto la atención el fuego que conozco muchos aprendices de cocinero que colgaron el delantal cuando comenzaron a proliferar las placas de vitrocerámica. A algunos, incluso, no les cabe en la cabeza que montar una ensalada se pueda conjugar con el verbo cocinar. A otros ni siquiera nos vale que desde hace tres años tengamos la Thermomix sobre la encimera llenándose de telarañas, porque lo que de verdad nos gusta es el riesgo extremo. En realidad, y por mucho que ahora esté de moda presumir de cocinillas entre los amigos, los hombres tenemos más peligro con el aceite que Mc Guiver con un par de cables y unos gramitos de TNT.

Yo, sin ir más lejos, recuerdo como si fuera ayer el día en el que con un inofensivo San Jacobo congelado y un sartén fabriqué una bomba capaz de causar quemaduras de segundo y tercer grado y un desconchón de medio metro en el techo de la cocina. (¡Bendito aloe vera!)

Fue a partir de ahí cuando decidí probar suerte con el universo de las conservas, hasta que acabé con varios puntos de sutura en un dedo por un ligero despiste al abrir una lata de atún. Entonces, un amigo mío, que a los 32 años aprendió a hacer café como segunda gran incursión en la alta cocina, después de que con 16 diera el gran paso de untar con nocilla una rebanada de pan de molde, me hizo ver que debíamos admitir nuestras limitaciones, y en nuestro caso, la cocina era una de ellas. Así pasé varios años, para alegría de Telepizza y del chino de la esquina y para descanso de los servicios de urgencias de mi centro de salud.

Sin embargo, una sugerente pata de serrano que me regalaron las pasadas navidades despertó mi vena suicida hasta el punto de adentrarme en el noble arte de cortar jamón. Por el desperdicio de la pieza creo que no volveré a tener un cinco bellotas sobre el poyo de mi cocina, pero, por lo menos, esto que les escribo lo hago con las dos manos intactas.