En los últimos días, quizás para calentar el inicio del curso político, una vez terminadas las vacaciones de Navidad, han aparecido publicadas algunas encuestas electorales de ámbito nacional y se ha anunciado en pequeñas dosis el resultado que arroja otra referida a este Archipiélago. Una de las conclusiones de las primeras es el alto nivel de desconfianza de la ciudadanía hacia los líderes de los principales partidos políticos, cuestión que ignoro si se analizó en las Islas, pero que sería bueno conocer, pues temo que en Canarias, a pesar de la lejanía, los responsables públicos no son ajenos a tan preocupante enfermedad.

A nadie le debe extrañar que la población encuestada desconfíe de los políticos, pues, salvo honrosas excepciones y ya se sabe lo sencillo que resulta generalizar, los llamados a ocupar los cargos públicos andan más pendientes de mantenerse o alcanzar el poder que de buscar soluciones para arreglar los problemas de sus congéneres. Es tal el descaro de determinados casos que no les duelen prendas falsear la realidad con el fin de adaptarla a sus propios intereses. Sin embargo, el pueblo no es tonto, tonto es el que así lo cree. Puede ser torpe o lento, pero más pronto o más tarde descubre lo que está ocurriendo.

Después de treinta años de democracia y haber sufrido en las propias carnes la ambición de unos, pocos o muchos, y el sometimiento de otros, la mayoría, a las directrices del aparato de los partidos -el gran cáncer del actual sistema-, es normal que impere la desconfianza entre los ciudadanos. Si a los anteriores reparos se suman los tics franquistas de ciertos personajes apegados al vehículo oficial, que aún no han asumido que la dictadura murió hace más de tres décadas, a nadie le debe sorprender que la política y sus principales actores hayan perdido credibilidad.

Lo malo de esta situación es que, al menos en Canarias, la sociedad civil todavía no está lo suficientemente madura como para ofrecer una alternativa. Es más, es tan peligrosamente vulnerable que puede ser utilizada por cualquier cachanchán. El cóctel final, desconfianza política y manipulación de "buscafamas", es incendiario.