EN CASA mantenemos un conflicto abierto desde hace años con el sueño. Supongo que se sintió traicionado como un animal herido cuando dejamos de ser dos y desde entonces andamos buscándolo para que regrese, o, al menos, ir retomando poco a poco la relación a base de breves y esporádicas visitas, aunque, a decir verdad, cada vez tenemos menos expectativas de éxito.

A veces, en medio del desfallecimiento parece que ha vuelto pero, tras unos minutos de dulce ensoñación, la sensación se desvanece y la noche te devuelve a la fría realidad del tic tac de los relojes.

No es la primera vez que confío mi suerte a la lotería del tiempo, pero el sorteo siempre se aplaza sin que nadie logre ofrecerme una explicación convincente. He llegado a pensar que, en un imprudente acto de galantería, el celoso guardián de los cuentos felices vertió el antídoto en la pila bautismal de la bella durmiente y chafó la historia a Charles Perrault y de propina al director gerente del grupo Lo Mónaco y al inventor de la almohada cervical.

Por semejante gracia, cuando no bato récords de zigzageo por los pasillos, transito por la madrugada como telespectador profesional de programas malditos, ajustador de relojes en la hora bruja, poeta romántico pero sin cazalla ni tendencias suicidas o maestro coral de grillos, mientras que de día vivo en pleno estado de vigilia, tratando de corregir mis andares de funambulista con mal de altura y el resto de efectos secundarios de las mil y una noches sin dormir como pluriempleado de catador de café.

La cosa ha tomado tal cariz que, aún a riesgo de recibir una reprimenda de mi estilista, he colgado un cartel en la puerta de mi habitación que dice: "Cambio ojeras por legañas. Razón aquí".