DESDE LAS aulas de esa universidad que es la mentira, y bien aposentados en la cátedra de la murmuración y la falacia, los percibo en sus habituales corrillos, desenterrando a los muertos y sepultando a los vivos; recitando al aire sus rencores; desfigurando voces, olores y contornos. Hasta puedo llegar a imaginarlos tumbados y bien arropados en su mezquindad, remedando la verdad con impostadas muecas, inventándose cualquier pose con la que alumbrar su cada vez más menguante humanidad o, acaso, firmes en esas fronteras donde suelen practicar el entretenimiento de volver las cosas del revés. Y todos exactamente iguales, cortados por el mismo patrón, cual función de cofradía, adorando y obedeciendo cuanto se disponga, abrevando en el reposo de ese ruin itinerario donde comparten comida y mentidero, y donde con ostentación bien servida, sólo el interés o el miedo rigen. Así es el tal cortejo de sucias lenguas que se deleita en la hiel y va dejando con cada huella un rastro de poso gris que con el tiempo se envenena. Y es que no conocen vergüenza ni reposo, y ya sea por devoción o capricho, unos disimulan su mala conciencia entre humo de incienso, genuflexiones y golpes de pecho, con misa de espaldas y en latín; otros prefieren encubrirse en la algarabía de las tertulias futboleras, en ese indescifrable vocerío que alinea las pasiones y golea a la realidad, mientras los hay que se ocultan por las calles, como cualquier sombra, sin rostro alguno, doblando apresurados las esquinas y esquivando sus propios miedos para así no tener que quedarse a solas.

Por eso, desmintiendo las fatigas de mi vida, intento escapar de la usura del tiempo y miro hacia arriba, porque sé que las estrellas no engañan ni el cielo claro miente.