AUNQUE POR LA PINTA parezca más un telespectador de viernes noche con sesión doble de palomitas o recordman mundial de levantamiento de cerveza, yo, en realidad, soy un corredor de fondo.

No soy de esos que se hacen notar desde el mismo instante del pistoletazo de salida, pero que, a las primeras de cambio, abandona o se hunde y se queda descolgado del pelotón.

Es más, antes que liebre me quedo con el rol de la tortuga (aún a riesgo de que algún listillo de turno aproveche la coyuntura para circunscribirme dentro de la denostada especie Caretta Caretta).

Definitivamente, no me va el spring, ni tengo el cuerpo ya para aguantar codazos en la curvita de antes de llegar a la meta.

No, no soy de ese tipo de atletas que su perfil sale siempre en primer plano de la foto finsh, porque, además, nunca he dado bien ante la cámara, y mucho menos si acabo sudadito por el esfuerzo.

De hecho, ya he dicho en más de una ocasión que prefiero el diploma olímpico a colgarme al cuello medallitas de oro o plata porque para eso me quedo con la que llevo desde chiquitito con la virgen de Candelaria por un lado y por el otro el RH.

Tal y como está la cosa, cada vez hay más corredores de fondo. Yo mismo pasé hace años de los cien metros lisos a los 3.000 obstáculos y, por exigencias del guión, de ahí di el salto a la maratón.

Hoy por hoy, con ampollas hasta en el punto más recóndito de mis pies, lejos de colgar las botas me sigo preparando con ahínco para llegar a Londres 2012 o, con un poquillo de suerte, hasta Madrid dos mil taitantos.

* Redactor de EL DÍA