Estábamos, mi amiga Raquel López Ortega y yo en la tienda de "Vogue" en el CCCT (Centro Comercial Ciudad del Tamanaco), en Caracas. Ya no me acuerdo ni del día ni del año. Hace muchos. Raquel es hermana de uno de los más reconocidos intelectuales venezolanos, Antonio López Ortega. llos son de origen tinerfeño. Total, que yo estaba entretenido en ver unas camisas y unas corbatas, que al cambio del dólar con el bolívar me resultaban baratísimas. Y vi, de reojo, cómo alguien entraba el la tienda; un hombre con guayabera. No le di mucha importancia. Pero noté que mi amiga me hacía señas, guiños y una serie de aspavientos. Yo le devolví las señas, como diciéndole, "¿pero quién coño es, Raquel, que no me entero?". Yo llevaba en la mano una camisa floreada, bastante chillona pero muy bonita, que había descubierto en una de las estanterías, mientras los dependientes se acercaban a aquel señor que yo seguía sin saber quién era. n esto que Raquel se acerca y me susurra al oído: "¡s García Márquez!". Naturalmente que me picó la curiosidad y me acerqué al mostrador, con la camisa y las dos corbatas que había elegido para llevarme. Y me di cuenta de que el Nobel miraba fijamente la dichosa camisa que llevaba en la mano. "Quiero una como la de ese señor", le dijo Gabo al dependiente, que salió rápidamente a buscarla; regresó, desolado: "Lo siento, señor, era la última". Yo ya había pagado la factura y me estaban empaquetando la compra, pero escuché la conversación y me dirigí al Nobel: "Llévese ésta, si le sirve; para mí sería un honor...". "De ninguna manera", respondió el escritor; "es suya". "No, no, yo elijo ahora mismo otra y usted se queda con esta". Insistí y accedió. Me estrechó la mano y me dio las gracias. l dependiente le cobró la camisa y con ese dinero pagué la otra que elegí, por cierto mucho más bonita. Raquel quería ir a una librería muy cercana, a comprar una novela -creo que "l Coronel..."- para que Gabo se la firmara, pero nos entretuvimos y no dio tiempo. Nos despedimos con una sonrisa suya. Y en otra ocasión, esta vez en Buenos Aires, Gabo se cruzó en mi camino, esta vez no físicamente sino a través de una obra suya. Yo estaba curioseando tiendas en el barrio de San Telmo, donde se dan cita anticuarios y gangocheros, con el notario García Leis y con el abogado Francisco Medina Fernández Aceytuno. Acompañábamos al CD Tenerife, en un periplo que organizó Javier Pérez, paz descanse, por Argentina, con Valdano de entrenador del Tete. Fue un viaje hermoso porque visité, de nuevo, Iguazú, sede de algunas aventuras mías, unas contadas y otras que contaré un día cualquiera de éstos. ntré en una librería de viejo, donde me enamoré de las obras completas de milio Zola, edición numerada en francés, coloreados sus tomos, en los lomos, con acuarela y motivos de la propia novela. Una belleza, que aún estaba sin abrir, nadie había leído esos libros. Los compré, sin rechistar por el precio. No me llegaba el dinero y me lo prestó mi amigo García Leis, que tenía efectivo, porque el coleccionista no quería saber nada de tarjetas de crédito. Me compré, además, un viejo baúl, donde metí los libros, los facturé y me llegaron a la perfección a Tenerife. Pero, antes de salir, el librero me llamó aparte y me dijo: "Le voy a enseñar una joya". Y me saca el tío un manuscrito de García Márquez, no recuerdo bien si del propio "l Coronel no tiene quien le escriba" o de "La hojarasca"; se me va la memoria. Folios escritos a máquina, con anotaciones y tachaduras a mano y la firma de Gabo al final, inconfundible. "Le juro que es original", me dijo el librero, "y se lo doy por mil dólares". Yo no tenía ya los mil dólares, era al final del viaje, regresábamos al día siguiente y le dije que no, pero tomé la dirección de la librería y le pregunté que si lo podía pedir desde spaña. "Sí, pero esto tiene muchos novios", me dijo. No hice sino pensar en aquello durante la noche, pero me parecía una frescura pedirle más dinero a mis compañeros de viaje, así que decidí que en cuanto llegara a Tenerife escribiría al librero, le haría una transferencia a su cuenta (tenía, además, cuenta en un banco español) y me haría con el manuscrito de uno de los escritores más grades de la historia y uno de mis favoritos. Nada más llegar escribí al librero con urgencia y, a vuelta de correo, me respondió: "Lo siento, ayer se lo vendí a un americano en el doble que le pedí a usted". Me entró una tristeza tremenda. Yo quería aquel manuscrito. Me refugié en los tomos de milio Zola, una verdadera belleza, una colección de mucho valor, que le regalé en su día a mis hijas y que ellas conservan como un tesoro. n estas dos ocasiones, tan directas, estuve cerca del Nobel que falleció el pasado jueves. Me ha dado mucha tristeza su desaparición. He leído todo lo que ha publicado, todo; lo he devorado, y también lo que otros han escrito de él, incluido el catedrático Juan-Manuel García Ramos, un experto en García Márquez, que explica su literatura en La Laguna. Me queda la pena de no haber averiguado el motivo de su pelea con Vargas Llosa, pero me da que había una mujer por medio. A los dos le gustan mucho las mujeres.