Esto de las mudanzas no se lo deseo a nadie. Había perdido una recopilación de artículos de García Márquez ("Obra Periodística de Europa y América", volumen 3, de Mondadori). Ya les conté una vez que cuando leí una crónica periodística del Nobel y vi en ella reflejado el apellido Reverón, y constaté que los hechos tuvieron lugar en Caracas, no me quedó la menor duda de que el origen del protagonista, un niño de 18 meses, era canario. Como así fue. García Márquez escribió esta crónica en marzo de 1958, con tan abrumador lujo de detalles y de nombres que yo me quedé impactado. Él, a pesar de su imaginación, cuando hacía periodismo -y no ficción- era rigurosísimo. Yo leí todo esto, tras comprar el tomo de artículos en Madrid, en 1983. Y lo referí en el programa "El mañanero", en la antigua Radio Burgado, una emisora que más de una vez colapsó una central de Telefónica en Santa Cruz, tal era la cantidad de llamadas de sus oyentes. El artículo del escritor colombiano se titula "Sólo doce horas para salvarlo". Y cuenta el lance de un perrillo, propiedad de una familia acomodada de Caracas, que muerde a un niño de 18 meses, cuando ambos jugaban en una plaza de Caracas; un mordisco superficial en la mejilla. El animal, inofensivo y bondadoso, por la noche, cuando su dueño llegó a casa, no lo saludó como de costumbre, meneando el rabo y dando saltos de alegría, sino que de un mordisco le rasgó el pantalón. Y entonces un vecino subió a decirle que "Tony", el animal que el matrimonio Guillén había criado y mimado, intentó morder a un vecino unos días antes. Lo cierto es que encerraron al perro en la cocina para que se calmara, pero al día siguiente amaneció muerto, con la boca llena de espuma. Fue entonces cuando la señora Ana de Guillén recordó que "Tony" había mordido a un pequeño en el parque, una insignificante herida que su padre había solventado con un poco de mercurocromo. El señor Guillén fue hasta el abasto de la esquina, dice García Márquez, para llamar por teléfono al Instituto de Higiene de la Ciudad Universitaria, donde autopsian a los perros sospechosos de haber contraído la rabia. Una camioneta oficial trasladó el cadáver del perro hasta el Instituto y el diagnóstico no tardó en llegar: rabia. La señora Guillén pasó momentos angustiosos para encontrar a la familia del pequeño mordido, que vivía en el edificio Macuto, apartamento 8, en el centro de Caracas. Carmelo Martín Reverón, que tenía a su hijo a su exclusivo cuidado, porque su mujer había dado a luz en esos días a una niña, había salido de su casa a realizar una ronda de visitas a médicos y personal sanitario, como representante farmacéutico que era. Una mujer angustiada, la señora Guillén, lo llamó por teléfono, tras localizarlo en el laboratorio, para darle la mala noticia: su hijo podía estar incubando la rabia. Una mordedura en la cara es muy peligrosa para la transmisión de la enfermedad. Y es en ese momento cuando se produce una sucesión de solidaridades. La vacuna que se fabrica en Venezuela es muy buena, pero hace efecto a los siete días de suministrada. Demasiado tarde. Aún así, el doctor Rodríguez Fuentes, del Centro Sanitario, examinó al pequeño y le suministró el fármaco, sin dar muchas esperanzas a su padre. Había que encontrar, antes de 24 horas, 3.000 unidades de Iperimune, un suero antirrábico fabricado en los Estados Unidos. No ocupan, dice García Márquez, más volumen que un paquete de cigarrillos y su costo es de 30 bolívares de entonces, unas 450 pesetas de la época, menos de tres euros de ahora. En Venezuela no existía el fármaco; preguntaron en docenas de farmacias de Caracas y de Maracaibo, donde hay instaladas multinacionales relacionadas con el petróleo. Nada. Se solicita la medicina por televisión y por radio. Tampoco. Llamadas a Nueva York y a Miami. En la clínica donde había dado a luz, la madre del niño no tenía ni idea de lo que estaba pasando. El médico creía necesario, dado el peso del niño y la zona de la mordedura, aplicar 3.000 unidades de Iperimune. 1.000 unidades llegaron, por fin, desde Maracaibo, donde una compañía petrolera había guardado el resto de una partida mandada a buscar para un empleado. La solidaridad era impresionante. Lo cierto es que el suero fue llegando a Caracas, en cantidades incluso mayores que lo necesario. Desde Miami despegó, justo a tiempo de recibir su capitán 5.000 unidades del suero, un DC-6 B, que aterrizó en hora en Caracas. El capitán Gillis se metió en el bolsillo la cajita con el fármaco y llegó puntual a Maiquetía, a las cuatro cincuenta de la mañana. El niño recibió su última dosis y se salvó. Tenía un grado y medio de fiebre. La madre dormía plácidamente en el hospital: no se había enterado de nada. Esta historia la conté yo en Radio Burgado, una mañana cualquiera de hace unos años, no recuerdo cuántos. Me emocionó la solidaridad que desprendía y la forma de contarla de García Márquez, con una maestría rayana en la perfección. Al cabo de un rato de haber leído yo la historia, que no el cuento, porque es real como la vida misma, suena el teléfono de la emisora y una voz me dice: "Hola, soy yo, el niño al que mordió el perro". Me quedé de una pieza. Entonces me volvió a contar la historia, con más detalles. Vivía, no sé si vive aún, en Tenerife, y es arquitecto. Nunca podía imaginar que aquel pequeño, protagonista involuntario de una increíble historia de solidaridades y de amor a los demás, en la que participaron muchos personajes: médicos, personal de laboratorios, farmacéuticos, empresarios, gerentes y empleados de compañías aéreas, pilotos, etcétera, estuviera, ya adulto, oyendo su propia historia más de treinta años después. Pues así ocurrió. Y tal como ocurrió se lo cuento a ustedes.