En Casa Vidal, en La Laguna, se acostumbra a ofrecer carne de cabra, sabrosísima, a los parroquianos que frecuentan el local. Vidal es un tipo con mucha imaginación, que sabe su oficio.

Recalaron por allí unos godos, refiere mi amigo Óscar Monzón, también llamado Óscar "el Guapo", y Vidal les pregunta qué quieren comer.

Los godos, suficientes como siempre, responden que desean probar la mejor carne que tenga en el establecimiento. A lo que Vidal, sin cortarse un pelo, les dice que casualmente tiene hoy una carne de "Mamibia" (por Namibia) que quita el hipo.

"Pues póngala, si es tan buena", se deciden los peninsulares. Y Vidal les pone su carne, que gusta mucho a los clientes; éstos se la comen, pagan y se van.

Óscar Monzón, que acostumbra a ir a comer a Casa Vidal, extrañado de que no le hubiera ofrecido nunca a él la carne de "Mamibia", le pregunta al dueño:

"Oye, Vidal, ¿qué carne es esa que se comieron los cuatro godos?".

"Una carne especial", responde Vidal.

"¿Cómo que especial?; ¿y por qué yo no la he probado nunca?".

"¿Cómo que no las has probado nunca, Óscar?; a cada momento: es carne de cabra, pero yo le doy el toque fino diciéndoles a los clientes peninsulares que se trata de carne de "Mamibia", del África, ¿me entiendes?".

Óscar no sabía dónde meterse. Así de ocurrente es nuestro gastrónomo local. Y así se va forjando la gastronomía canaria, que es pobre pero sabrosa, a pesar de que algunos quieran hacerla rica y sofisticada. Mentira. Hay cuatro o cinco cosas buenas y lo demás no es de aquí. Es de "Mamibia", como bien dice Vidal.

En esos altos, en los llamados guachinches (chiringuitos rurales), se sirve de todo y en ocasiones en dudoso estado. Hay algunos guachinches que han cogido fama de serios y estos funcionan bien y tienen clientes fijos que enseguida subliman su carta, recitada de memoria por el guachinchero. Siempre acaba así: "Y, de postre, cuesneto (por corneto)".

El aficionado a comer en los guachinches es muy dado a contar a sus amigos las bondades de los caldos y de los platos ofrecidos en ellos. Y entonces el local, que cerrará sus puertas el día que se acaba el vino, comienza a coger fama. Y se llena de clientes, de día y de noche.

Destacan los de pescado y en casi todos ellos hay un ruido ensordecedor, porque el mago y el elemento de ciudad hablan alto, como quienes nunca han albergado la duda (es una frase de Borges aplicada al español peninsular). A mí personalmente el ruido de voces mezcladas me desorienta y en esos locales no puedo saborear la comida, porque el paladar es anulado por los gritos ajenos.

En vacaciones escolares no se puede ir a estos guachinches porque acuden a ellos las familias con niños, niños confianzudos y correlones, niños gritones, niños sucios e insoportables, niños con la camiseta del Barça, que te dan la comida. Entonces yo me levanto y me voy porque sus padres, magos irredentos, no les llaman la atención y esperan a que tú lo hagas para plantarte la mosca y montar un follón, ya medio cargados.

No soy muy aficionado a los guachinches, tengo que decirlo, aunque alguno he frecuentado, pero para tomar recortes y luego contarlo. Yo creo que no soy muy bien recibido en ellos, con alguna excepción. En el guachinche, el mago guarda el "Toyota" junto a las barricas de vino y todo se convierte en algo familiar y entrañable. Pero conmigo no cuenten.

Ahora quieren regular la actividad de estos locales, lo que podría llevarlos a la tumba porque no hay nada como el sabor de lo prohibido. Un establecimiento clandestino es una delicia, si está bien gestionado por el mago, que de eso sabe.

Aquí en Canarias todo el mundo presume de saber de vino, pero de vino conoce poca gente. En los últimos años han sido creadas bodegas muy interesantes en las Islas, más de blanco de que de tinto. El blanco es exportable; el tinto es mejor consumirlo aquí.

Al mago le encanta un guachinche; y mucho más por la cercanía. El mago no baja a la ciudad, a la que teme, porque es un ser tímido que se turba mucho cuando lo sacan de su ambiente. Por eso el éxito de estos establecimientos está garantizado. Y además subyace el encanto de lo clandestino (la cuenta se entrega en un trozo de papel de envolver), mientras no acaben con él.