DICIEMBRE me recuerda con su oscuro y frío susurro que este ha sido -está siendo; aún es- un año difícil. No incómodo, ni antipático ni tan siquiera decepcionante, sino difícil, duro, severo, casi imposible... Un año de esos a los que uno logra sobrevivir con asombro, día tras día, gracias a no se sabe bien qué. Al menos yo lo voy ignorando.

Supongo que me guía, como a muchos de nosotros, una cierta fe, una confianza ciega, una inercia perfecta, una temeraria obcecación que me ha convertido en un animal que respira y anda porque tiene memoria de que una vez respiró y caminó, con otro paso y otro aliento distinto a este de ahora. Indudablemente no resulta una estrategia demasiado elaborada (ni mucho menos vendible ante nadie), pero es lo que tengo por el momento y lo que me va salvando de tanta pérdida irreparable, de este sentimiento de orfandad que por primera vez me ha desplazado del mundo. Esto, ustedes disculpen, es lo que quiero decir para poder empezar a decir otras cosas. Eso es lo que necesito contar para seguir soñando.

Y me da vueltas en estos días de diciembre que me acobardan un tanto una frase de Ana María Matute que me caló hace tiempo como una fina lluvia y que he ido mascando en esos momentos en los que sentía fatiga: "Hay infancias que duran más que la vida". No me resulta nada complicado aproximarme a esa verdad ajena que sin embargo me resulta tan familiar, tan reconocible.

Hace pocas semanas se me acercó una señora. Recorría la calle de una esquina a otra en un paseo que podría formar parte de su rutina, pero que a mí se me antojo inquisitorio, como si fuera soltando preguntas importantes en cada parada aleatoria que hacía. Una de esas mujeres cuya edad resulta difícil de precisar. Parecía del Norte de España, de una España de posguerra intransitable y hostil. Su rostro discurría sembrado de profundas y bellas arrugas; sus manos y su voz exhibían ese perceptible temblor propio de una vida ya más que avanzada con sus correspondientes achaques, pero sus ojos... sus ojos me transportaron de inmediato a una niñez felizmente recuperada (a conciencia o sin ella). Una infancia que a la primera frase surgió como la luz de ese faro imprescindible para no naufragar. Y me ofreció su historia y una preciosa sonrisa; una sonrisa que guardo en los bolsillos para cuando no encuentre la mía.