En una sociedad donde todo es de color blanco o negro, en la que la escala de grises ha desaparecido, difícil está creer en los buenos sentimientos. En una sociedad en la que el hedor a putrefacto nos dirige hacia una ideología que aspira a disfrutar de las mismas perversiones que los que ahora conforman la casta, difícil está no ir a votar caliente como un macho a ver lo que sale. En una sociedad en la que la clase media ya es historia, difícil está mantener la dignidad intacta sin caer en la tentación del timo. Estoy harto de oír que España es un país de pícaros, que somos una nación de siesta y trajes de lunares que acaban pringados de manzanilla y fritangas por el desgaste de una fiesta, que en Alemania el pedigrí laboral es otro y que por eso estamos como estamos... ¿Cómo estamos? Sabemos realmente cómo estamos. Si me fío de la cantidad de lisiados que han tomado nuestras calles, juro por mi honor que no sabría decir si en lugar de Estados Unidos fue España la que participó en la Guerra del Vietnam. Esta mañana, sin ir más lejos, me crucé con un ser humano que parecía un ovillo tirado sobre la acera. Palpé el bolsillo derecho de mi vaquero y le di un euro. La imagen de aquel señor esparramado bajo el siempre molesto "chipi-chipi" me hizo reflexionar sobre lo afortunado que era. Me tocó el corazón antes de entrar a una cafetería a tomar un natural y a ver qué es lo que habían escrito en EL DÍA.

La camarera no me había servido aún el cortado cuando entró el tullido. Tenía las manos tan largas como las mías, sus piernas rectas como listones e igual de finas como las que describe el maestro García Márquez cuando se refiere al difunto Santiago Nasar. Creo que me reconoció, pero ni se inmutó ni abandonó el local avergonzado por su fechoría. Un "croissant" (o cruasán) de jamón y queso, un café con leche y una cañita de agua con gas pidió el condenado. Mientras leía despistado que "Economía prevé 800.000 nuevos ocupados entre 2013 y 2015" caí en la cuenta de que a lo mejor lo que tenía aquel espabilado era hambre. Si era eso, no me sentí culpable por rebajar su hambruna. Lo que me dio rabia fue ver cómo una hora más tarde, de vuelta a la redacción, el mismo ser (esta vez caracterizado con unas babas casi epilépticas que se descolgaban por el lado izquierdo de su barbilla) suplicaba unas monedas.