Descubrían hace unos días ciertos expertos en arte cómo se está desvaneciendo la paleta de colores de algunas obras del genial Van Gogh expuestas al disfrute del público. La responsabilidad recae sobre el tiempo, que entre sus compañeros de viaje incluye la multitud de ojos que se han ido clavando en los cuadros, las espontáneas exclamaciones de admiración con sus consiguientes exhalaciones y, puestos a culpar, también señalaría al irrefrenable gesto de algunos por alargar un dedo y sentirse diferentes al tacto de los lienzos.

Me sorprende que las autoridades de un país como Finlandia, referente por su modelo educativo, decidan desplazar de su sistema el acto de escribir a mano, dando prioridad al uso del teclado y la letra de palo. Frente a una hoja de papel entiendo que cuestionar la utilidad de la caligrafía supone, en ultimo caso, marcar el paso previo a borrar un gesto humano, inherente a la construcción y transmisión del pensamiento; a la libertad.

Y en este tránsito, un grupo de estudiosos interviene desde distintos lugares del Archipiélago en el ciclo "El español hablado en Canarias", iniciativa impulsada por el Gobierno regional que intenta, desde el campo teórico, modelar la definición del hecho diferencial, es decir, plantear quiénes somos y qué sentimos cuando hablamos o escribimos, sin que eso suponga mirar de reojo a los finlandeses.

Lo cierto es que esa mortal certidumbre que es la vida nos descubre la presencia ineludible del particular final, que unas veces asoma y otras permanece agazapado en cualquier recoveco, pero siempre ahí, dispuesto a hacerse notar aunque no le den vela en el entierro.

Porque a menudo se me desvanece, como los colores de Van Gogh, la palabra escrita que no conduce ni acompaña las nuevas voces, que se pierde en miradas hundidas en más miradas, en los pasos repetidos de huellas gastadas y a la vuelta de cada día, cuando la noche pregunta y muerde como el frío.

No quiero imaginar a los libros sucumbiendo entre la humedad del olvido, ni al silencio acumulándose entre pieles arrugadas. Basta una palabra para construir un mundo, mortal o un simple suspiro. Aquí y en Helsinki.