Ella sabe esperar. Intuye (con esa sapiencia ancestral que posee) que el tiempo es apenas una frágil línea ideada por el hombre sobre la cual puede detenerse y dejar reposar las urgencias sin que suceda nada irreparable. A fin de cuentas, qué suponen por sí solos unos minutos, unas horas, unos días, unos meses... No es esa su medida ni su calendario; su estrategia o su meta; su lógica o su querencia. No es ese su tablero de juego.

Su calendario se rige por la luz o su ausencia. Mide las distancias en pasos o zancadas que la llevan y la traen de vuelta a casa. Su estrategia consiste en salvar los obstáculos y resolver sus pequeños o grandes enigmas. Su meta se halla a una distancia prudencial de sus anhelos y la mesa de juegos donde se divierte la preside la noche, con lunas, tejados y azoteas como piezas fijas de una aventura siempre nueva que no duda en emprender por el simple placer de perseguir lo imposible, aunque nunca lo alcance.

lla sueña mientras espera. Deja reposar sus afectos. Los tiende al sol mientras plácidamente se deja invadir por el calor de la luz solar, por el olor de los jardines próximos, por los sonidos cotidianos, por los rostros familiares que coinciden en su órbita y que ponen un marco de confianza en el lienzo en blanco de sus amaneceres.

Y en ocasiones, mientras aguarda, pasa alguien que se detiene junto a ella. Alguien que la observa como si fuera un asombroso descubrimiento, un importante hallazgo, un regalo inesperado. Alguien para quien el tiempo es asimismo una delicada línea ideada por otros. Alguien que alarga su mano, que se desliza temerosa y suave por su cabeza erguida. Y ella la mira ya despierta mientras recibe su amorosa caricia en un acto de correspondencia que nunca se cansará de esperar.