Confieso que aún no he decidido ni el lugar ni el momento en el que me planteo vulnerar la nueva ley de seguridad ciudadana, la ya bautizada como "ley mordaza". Es más, ahora que lo pienso, admito públicamente que de mi oposición a la naturaleza de esta norma podría deducirse que he incurrido en alguna de las faltas que se tipifican... ¡Uff! Menuda época para añadir gastos extraordinarios a mi ya paupérrima economía.

Porque a la vista del muestrario de hechos sancionables, con su correspondiente corolario en forma de multas (desde 600 a 600.000 euros) quizá sólo las estatuas y otros elementos del ornato público se consideren ajenos al peso oprobioso de una ley que, entre otras, entiende como acciones punibles la negativa a identificarse, ¿y tú quién eres?; ocupar un inmueble sin consentimiento del propietario, con mayor cuidado si se trata de una entidad bancaria; insultar a la Policía, en cualquier idioma y tono; la venta ambulante en la vía pública, con agravante para la mala música, como para el consumo de bebidas alcohólicas, el conocido botellón, y así hasta escalar edificios, un aviso para esos ecologistas, personajes de ficción que emulan a Spiderman.

Y en este mundo irreal, la "mordaza" incorpora el "antifaz", de ahí que no se permita grabar a la Policía ni hacer uso de las imágenes sin autorización; que se sanciona manifestarse frente al Congreso, Senado o parlamentos, sobre todo si el coro desafina; se grava el hecho de impedir un desahucio, que no se considera un acto de humanidad, y queda prohibida la negativa a disolverse, tomen ejemplo del azucarillo, de una concentración o manifestación.

Y tampoco se permiten reuniones o manifestaciones en infraestructuras de servicios públicos, y la lista es larga y ancha, ni celebrar espectáculos o actividades recreativas en contra de la prohibición de la autoridad, como cuando se pretendían suspender los Carnavales, se eleva al rango de muy grave.

Me queda la sensación de que en todo esto existe un cierto ajuste de cuentas, que este remanente de seguridad no representa sino una emboscada, una amenazante concentración de prohibiciones y, ciertamente, una degradación que limita derechos fundamentales como la libertad de expresión, opinión, manifestación e información.

En el fondo, una contribución malsana y provocativa que fustiga y arrincona la vida de ciertas personas, precisamente cuando existir se está convirtiendo en una hazaña y respirar en un gesto casi épico.