Cierras los ojos y recuerdas aquellas navidades de la niñez, cuando revoloteabas por el comedor y tu madre te reñía si intentabas rebañar antes de tiempo una pizca del manjar (queso blanco, jamón y aceitunas) que esperaba a los comensales a modo de entrantes. Todo estaba sobre una mesa de madera, robusta, diseñada para ampliarse por las esquinas cada 24 de diciembre; ubicada cerca, muy cerca, de donde unas semanas antes habían montado entre todos el árbol.

¡Hace tanto de aquello! Parece que fue en otra vida, pero los recuerdos llevan una sonrisa a la cara. Es un gesto sincero, que nace del interior más profundo, pero toca abrir los ojos para observar que ahora hay demasiadas sillas vacías. Los años pasan y por el camino se fue quedando gente. Unos detrás de otros. Te das cuenta de que se fueron demasiado pronto, en un suspiro y aprietas los dientes al sentir que en realidad aún los necesitas. Quizás más que nunca. Los amas.

A la derecha ya no está tu padre, que siempre presidía con un vaso de vino aquellas cenas ruidosas, y enfrente faltan dos de los hermanos mayores, los mismos que al acabar la cena salían de casa con sus mejores galas en busca de aventura. Es un vacío que te golpea. Bajas la cabeza, evitas llorar, mientras de reojo observas en el aparador las imágenes de un tiempo pasado. En ese instante solo te mantiene de pie, sin hundirte, aquella niña que llegó hace apenas una década. Tu niña. La que ahora te agarra la mano. No vino para llenar el hueco de nadie, pero es un amor que amortigua el golpe. Ella te permite tomar oxígeno.

¿Saben?, no es un sentimiento individual. Ojalá lo fuera, pero la realidad es que no tiene nada de exclusivo. Al contrario, la llegada de la Navidad es para mucha gente madura, que llena calles y plazas, un tiempo en el que cuesta tragar. Cuando están solas, sin la complicidad de los amigos, sufren de un nudo permanente que les aprieta el cuello. A muchas de ellas incluso, no les importaría dormir durante dos semanas y al despertar saber que ya pasó todo. Que es enero. Hoy me apetecía escribirle a ellos, a nosotros, para decirles que pueden estar tranquilos: la gente que se recuerda nunca muere.