Hay una frase de George Orwell que suelen citar con insistencia quienes no acostumbran a ponerla en práctica: "Libertad es el derecho a decirle a la gente lo que no quiere escuchar". No es que los que esgrimen esta máxima se priven de decirle a la gente lo que esta se resiste a oír, sino que raramente están dispuestos a escuchar aquello que no les gusta. El pobre Orwell, que supo enfrentarse siempre a la evidencia de que podía estar equivocado y que nunca tuvo miedo a cambiar de opinión, se revolvería en su tumba si supiese que ha terminado convirtiéndose en una referencia para muchos que son exactamente lo contrario de lo que era él: creyentes, convencidos, fieles.

Fueron dos versiones extremas de este tipo de personaje -tal vez tres, no está claro todavía- las que irrumpieron la mañana del pasado miércoles en la redacción de la revista satírica francesa "Charlie Hebdo" y asesinaron a doce personas. Su fe les dijo que había que vengar las ofensas proferidas por el semanario al profeta Mahoma en forma de caricaturas.

La matanza fue cometida por individuos concretos, que actuaban en unas circunstancias concretas y que abrazan una interpretación concreta de una religión en concreto... Y, sin embargo, no puedo evitar pensar que detrás hay un fenómeno general: la fe ciega, la renuncia -voluntaria o inconsciente- a pensar, la embriaguez de sentir que un dios o un ideal te revelan la verdad al oído y te dicen que los demás están equivocados.

El papel de la religión como elemento cohesionador de la sociedad ha ido en retroceso conforme los hombres hemos aprendido, mal que bien, a ponernos de acuerdo entre nosotros. Su función como explicación del mundo ha corrido idéntica suerte: el avance de la ciencia mantiene a la fe en una esquina, murmurando con poca convicción que aún tiene algo que ofrecer, que sus postulados no son incompatibles con los progresos del conocimiento y la razón. Le queda el espacio de lo personal, tal vez del autoengaño consolador. Pero esto es algo que no se le puede reprochar a nadie. Yo mismo me miento a mí mismo a menudo con una historia: la de que algún día nadie impondrá ninguna ley dictada por una entidad superior a la humana.