A mi padre -que entre otras cosas era lo que común y cariñosamente suele llamarse un cachondo mental- le gustaba soltar de vez en cuando su particular perla, con la que yo siempre sonreía: "No sé cómo siendo tan guapo me fui a casar con la más fea". Y ciertamente Borete fue en sus años mozos un auténtico galán, aunque -cómo son las cosas- esa belleza aparente de la que careció mi madre de joven se le fue posando poquito a poco con el transcurso de los años hasta hacer de ella una mujer conmovedoramente hermosa.

Ya antes de que comenzara a olvidarlo casi todo, su rostro adquirió un gesto reconciliador que nunca, al menos yo, había captado. Tiempo después, con el alzhéimer sobre sus hombros, y una vez disipada la extrañeza y la rabia de su nuevo mundo -poblado de nombres confusos, rostros irreconocibles y de lugares extraños- era tanta la dulzura que emanaba que resultaba muy difícil no comérsela a besos. A ella, que siempre contuvo cualquier muestra de afecto hasta extremos que se me antojan indescifrables y misteriosos aún hoy. Tal vez no estaba hecha para eso. Tal vez no aprendió nunca a extender los brazos para solicitar o regalar un amor que, sin duda, guardaba y crecía dentro como un hermoso árbol cuyas ramas asomaban de vez en cuando en busca de esa luz que también ella necesitaba y hallaba muy pocas veces. Quizás hubo grandes obstáculos que curiosamente solo la desmemoria logró salvar.

Y fue tras la muerte de mi padre cuando empezó poco a poco a romper su silencio en trocitos de historias que iba compartiendo y a través de las cuales fui componiendo mi particular mapa (el de mi infancia y el de la suya).

Es cierto que no recuerdo abrazos importantes -en eso, y en otras muchas cosas, fuimos siempre muy parecidas-, pero sí su mirada de ternura y satisfacción cuando me sentaba en la cocina con ella y me regocijaba con cualquier cosa que hubiera preparado por muy simple que le pareciera. Eso la maravillaba y la hacía feliz. Al igual que cuando yo le contaba algunos de mis sueños con la abuela Francisca. Ahora contemplo esos momentos con el reconocimiento del vínculo que establecieron entre nosotras. Cuando falleció mi padre le dio tal ataque de vértigo que tuvo que coger cama. Un día, meses después, me pidió que la acompañara al cementerio. Cuando llegó ante su tumba soltó un gran suspiro, tras lo cual acertó a decir: "Ay, Borete, qué ganas tenía de verte".

No espero que lo entiendan, pero no pude evitar sonreír.

*Redactora de El Día