oña Carmen siempre mostró una clara y enfermiza tendencia a la melancolía, que se traducía cada cierto tiempo en un aislamiento tan inevitable como elegido y que dejaba al vecindario, como quien dice, en ascuas. Esa mezcla de alivio y preocupación ponía en evidencia tal contradicción que durante los días que duraba el encierro prácticamente no oíamos a los mayores hablar de otra cosa. Y es que, cuando doña Carmen estaba, se la echaba un tanto de más, y cuando no estaba, se la echaba de menos. Nosotros -los chiquillos de la calle- pasábamos por delante de su portal fijándonos en cualquier signo externo que pudiera aclararnos cómo se iba sucediendo el nuevo claustro. Por ejemplo, si la bolsa con pan que don Eugenio repartía a diario permanecía aún colgada del pomo cuando llegábamos del colegio, mal asunto; si en las liñas de la azotea estaban las ropas que había tendido hace dos días, mal asunto también. Lo normal era que al cuarto o quinto día de no tener noticias de ella, alguna de nuestras madres tocara a la puerta, yo creo que más que nada para asegurarse de que no hubiera cometido alguna locura, como auspiciaban. "Un día de estos vamos a tener un disgusto con la pobre doña Carmen", repetían en una especie de letanía vaticinadora que nunca se cumplió, pues doña Carmen murió un buen día, sí, pero de vieja y no de otra cosa, como pudiera pensarse. Y digo eso porque todo lo que rodeaba a esta señora parecía envuelto en una especie de misteriosa nebulosa que a nosotros, los de la pandilla, nos resultaba, a la par que inquietante tremendamente atractiva, pues en ella cabía todo aquello que se nos pudiera ocurrir, y aún más. Eso sí, cuando se producía la ansiada reaparición, doña Carmen aparentaba haberse quitado unos cuantos años de encima, como si ese tiempo de aislamiento actuase como una suerte de terapia reparadora. Su rostro lucía más terso y limpio e incluso exhibía una tímida sonrisa, con la que iba saludando sin mediar más palabra, sabedora de que cualquier explicación sobraba. A los niños -que la acogíamos esos primeros días como si fuera nueva en el vecindario y la tratábamos hasta con cariño- nos solía sorprender con una bandejita de galletas recién preparadas con las que se asomaba a la puerta más o menos a la hora en la que salíamos a jugar. Y ahí se quedaba, inmutable, hasta que se vaciaba el plato. Sin hablar, con esa extraña sonrisa en su rostro rejuvenecido y su mirada posada en algún punto remoto, muy muy lejano, que nunca alcanzamos a ver...

* Redactora de EL ÍA