Por lo general no hablo de política. Ni en público ni en privado. Las raras ocasiones en que se me ha ocurrido hacerlo han concluido, casi todas, en episodios un tanto desagradables o absurdos. Así que es algo que me he acostumbrado a evitar con naturalidad. Da igual la edad o la confianza de quien plantea la cuestión en sí, pues casi siempre la inocente encerrona contiene un trasfondo bélico que tarde o temprano acaba por trascender. En eso se nota que carecemos de esa tradición de diálogo y tolerancia que tanto nos autovendemos. Ya digo. No me gusta el tema. Y mucho menos si lo centramos en una actualidad mediatizada como la de ahora. La proximidad de las elecciones provoca una especie de ebullición de los extremismos y las intolerancias cotidianas, esas que en cualquier otra fecha del calendario resultarían o demasiado ridículas o extremadamente ofensivas, pero en cualquier caso esquivables. Definitivamente, y desde hace muchos, muchísimos años, no me gusta la política. Ni sus rostros visibles ni sus ridículas o pretenciosas siglas (¿Podemos? ¿Unid@s Sí Podemos? Partido ¿Popular? Izquierda ¿Unida?...). En fin, que no me empatizan los mítines, ni los programas, ni las promesas, ni las visitas guiadas, ni las encuestas a pie de calle o portal. No voy a recurrir al insulto fácil ni a la descalificación general, aunque, siendo sincera, estoy más cerca de considerar que todos los políticos son unos chorizos impresentables que de lo contrario. Así que, básicamente, soy una atea política, una descreída, un ácrata. Desconfío de todo lo relacionado con ella y ellos. Muchos dicen que en la vida todo es política. Si así es, llevo un tiempo considerable respirando por otro sitio distinto al de la mayoría, esa que, con todos mis respetos, sale a votar, en un ejercicio (solo para mayores y capacitados, como las tragaperras) de democracia necesaria, un domingo cada cuatro años. Yo elijo no votar. Cada cuatro años. También en domingo. Y acepto sus consecuencias, aunque no entiendo que mi no voto contabilice como voto. Me parece una artimaña de baja estatura y una falta de respeto para los que, como yo, ejercen esa opción. Y son muchos. Tantos que deberían de pararse a pensar de qué mayoría hablan los políticos cuando mencionan los porcentajes de la ciudadanía que los elige. Y reitero, no me gusta hablar de política.