Decía el entrañable Mario Benedetti que la soledad es un homenaje al prójimo, pensamiento que secundo por completo y al que he recurrido más de una vez en este mismo lugar. Sin embargo, también hay soledades que enferman. Y es literal. No hay nada de figurativo en ello. Más de uno sabrá de lo que hablo. Más de uno reconocerá tras su dolencia crónica un pozo de tristeza del que emana un malestar ya físico y que tiene que ver con una soledad para nada elegida, para nada buscada, para nada consentida. Este es el caso de mi amiga Lola, una pequeña e hiperactiva bulldog francés que pronto empezó a padecer problemas agudos relacionados con la piel, algo que un veterinario podría achacar a defectos congénitos de la raza, y cuyo tratamiento, de por vida y carísimo, no ha ido más allá de un sinfín de pastillas con las que Lola se atiborraba en un intento estéril por frenar las reacciones variantes, unas veces más fuertes y otras remitentes, relacionadas aleatoriamente con la primavera, el frío, el calor,... en fin, con todo. Requería, además, cremas especiales, champús especiales, atenciones especiales... Le salían llagas en las almohadillas, se le pelaba el lomo... Un calvario para mi amiga y para sus dueños, que celosamente han cuidado de ella costase lo que costase. Y he aquí que hace un mes y medio Lola sana. De la noche a la mañana. Milagrosamente. El remedio se llama Michu y es un gato macho de unos seis meses recogido de la calle y con la que apareció la hija (que en realidad es la dueña de Lola) en casa de sus padres (que, como sucede en muchas ocasiones con los niños, son quienes la han criado mayormente). Se trató, como se suele decir, de un flechazo, de un amor a primera vista, de una bocanada de compañía que Lola acogió agradecida sin apegarse en ningún momento a su territorio, cediendo con gusto y generosidad inusuales su parcela de hogar, compartiendo con alegría sus estancias con el joven minino. La conclusión: Lola padecía de soledad. Pasaba demasiado tiempo sola en casa por cuestiones de trabajo obvias. Todo esto me lo contaba risueña como una niña Rosana, que mientras lo narraba seguía sin dar crédito a lo sucedido. Y así intento transmitirlo yo, con el mismo júbilo, asombro y agradecimiento con que lo contaba esta mujer, que emana un profundo amor en todo lo que hace. Y es que, sin duda, el amor, proceda de donde proceda, opera todos los días minúsculos milagros que se hacen gigantes cuando se miran bien.