Mientras medio país chismorrea sobre el famoso león de "Master Chef" y la otra mitad debate la conveniencia o no de un cero a cero en Champions League, la esencia de Eduardo Galeano se desvanece como el dolor que claudica frente al invisible empuje de un ibuprofeno que, según unos novedosos estudios firmados por un consejo de sabios, puede alterar el ritmo cardiaco si se consume sin tino... Normal. El que abusa de un refresco de lima corre el riesgo de quedarse "limoidiota", el que no le pone freno a las chuletas de lechal se puede convertir en un clon de Falete y el que no siente el magnetismo de una buena sesión lectora jamás podrá experimentar sensaciones que están en peligro de extinción. Afirmar que las paredes son la imprenta de los pobres no tiene sentido en una sociedad narcotizada por unos reclamos de consumo rápido que tienen el mismo valor que la hamburguesa o el trozo de pizza que venden en el establecimiento de la esquina.
Esos "quitahambres" son tan efímeros como los antiinflamatorios a los que nos hemos acostumbrado a recurrir cuando una muela bichada nos perfora la encía o el día en el que notamos un martilleo en el cráneo que nos envía directamente al botiquín. El problema es que hay afecciones que no se pueden aliviar.
No hay ibuprofeno en el mundo que nos devuelva el talento Galeano, un escritor-periodista que imprimía a sus textos una humanidad insultante. El uruguayo tenía la capacidad de convertir lo común en extraordinario; un tipo con el perfil de Benedetti capaz de disfrazar el balompié en una pasión literaria. Un autor que inventó un tigre azul con más enjundia que el esperpéntico felino a medio cocinar y con bigotes de azafrán que ayer saturó las redes sociales. Algo de pelotero tenía que habitar en un ser que volcó unas frases tan bien cinceladas en "Su majestad el fútbol" o "Fútbol a sol y sombra". Los que aún creen que fútbol y cultura se repelen como el agua y el aceite tienen dos ejemplos que anulan sus teorías conspiratorias. Y es que el fútbol, usado con cierta moderación, puede ser igual de efectivo que un ibuprofeno. Lo malo es convertir su ingesta en algo recurrente, es decir, como analgésico social.