o parece que esta sea una época de cambios, sino más bien que estemos asistiendo como espectadores -algunos en el papel de protagonistas- al cambio de una época. Los valedores de los ciclos proclaman la repetición de secuencias en los tiempos históricos, también los hay que sostienen cómo los comienzos de siglo resultan ciertamente convulsos, algo que se explica como irremediable. La aparición de signos de quiebra del modelo político tradicional ha puesto al descubierto las debilidades y contradicciones del sistema, algo que sin embargo se considera consustancial a cualquier estructura de poder, acaso esta vez amplificada por una severa crisis. Lo cierto es que ha bastado que un grupo de astutos y hábiles oportunistas, conocedores de los instrumentos de la ciencia política, hayan alentado ese sentimiento primario, latente en las sociedades jerarquizadas, cuestionando posiciones hegemónicas, privilegios, prebendas y parabienes hasta ahora indiscutidos.

Y así, señaladas como ilegítimas y acusadas por su falta de moralidad, las elites se han visto enfrentadas a una realidad dinámica y cambiante, al pragmatismo, a la supremacía de los hechos frente a los discursos, obligadas a mantener el equilibrio, el orden y la supervivencia de un escenario construido para perpetuar su dominio.

Es ahora cuando se invita a los ciudadanos a participar en ese juego falaz al que llaman democracia y se escenifica mediante modos que recuerdan las epopeyas, con gestos épicos y discursos trascendentes, en algunos casos hasta apocalípticos. En el fondo se repite el mismo lenguaje ambiguo y distante de siempre.

Acaso no somos conscientes, o no queremos enterarnos, de que la discusión y el debate, la confrontación y el consenso se han instalado en el espacio de lo público, y que desde el uso de una estrategia de comunicación moderna, intensa y ciertamente persuasiva, ya se proclama y alienta a los ciudadanos al rescate de una soberanía perdida, o simplemente entregada. Quienes reivindican el derecho a protagonizar la vida política están reclamando sentirse dueños de algo. Quizá los poderosos harían bien en aceptar tal estado de cosas, no sea que la historia y sus ciclos repitan episodios incontrolables.

* Redactor de El Día