Desde que enviudó -de eso hacía ya ocho años- comenzó a sentir un vacío tan negro que a duras penas podía levantarse de la cama cada mañana. Conciliaba el sueño después de horas y horas de darle vueltas a la misma angustia; la amasaba una y mil veces como si fuera un pan a punto de hornear que preparaba para nadie y cuya esencia, tan manoseada, había adquirido un color negruzco nada apetecible. Y así se sentía, como si fuera nadie. Ennegrecida, reblandecida, olvidada en una bandeja, expuesta al óxido de un tiempo del que carecía. Sus hijos hacía muchos años que habían volado. Le costaba reconocerlos, tan cargados de obligaciones y usuras... Con un calendario demasiado apretado para ceder aunque fuera una sola de sus páginas -tan llenas de citas- a ella, que los había parido y criado y querido. Toda una vida de duro trabajo resumida en una casa vacía, oscura, fría e irreconocible ya como propia. Hasta los buenos recuerdos habían cruzado la puerta una de esas mañanas cargadas de angustias y se habían escapado a otro lugar sin tan siquiera despedirse. Para qué hacerlo. Y la pura verdad es que se encontraba cansada, sola, triste, derrotada. Demasiado vieja para albergar ya un porvenir ni tan siquiera imaginario. Así, durante las noches de insomnio (prácticamente todas) empezó a trenzar una soga con las camisas y los pantalones de su difunto marido. Durante estos ocho años no había querido desprenderse de ellos, no por apego sino más bien por esa maldita costumbre de aferrarse a lo que un día fue. Procuró alternar los colores oscuros (predominantes) con los pocos salmón o azul claro que encontraba en el armario -Lorenzo nunca fue de tonos encendidos, por mucho que su nombre indicara lo contrario-. En un par de semanas, justo cuando se cumplía su cincuenta aniversario de boda, la dio por concluida. Era una obra singular, desigual, llamativa. Más viva y resistente que cualquier otra cosa que pudiera recordar. Guardó los trapos sobrantes en una bolsa que esa misma noche botó a la basura. Cuando subió nuevamente a su casa cerró los ojos extrañamente aliviada. Por primera vez en mucho tiempo sintió que su cuerpo se abandonaba como un niño pequeño al sueño. Y durmió, plácidamente, sin sobresaltos, sin penas, liberada de esa angustia inseparable que la había acompañado como ese vaso de agua que siempre encuentras en la mesilla.