Aprovechando que el Pisuerga pasa por las elecciones, Tony Murphy, coordinador de una de las asociaciones de gestores culturales, ha reclamado a los candidatos (ahora en oferta) que el gasto en cultura de las administraciones vuelva a ser el de antes de la crisis. Es una reivindicación razonable: cuando comenzó el austericidio, Gobiernos, Cabildos y Ayuntamientos pusieron a cero sus presupuestos en materia cultural sin que se les moviera una ceja: Canarias, por ejemplo, pasó de destinar a Cultura poco menos de un 1,5 por ciento del presupuesto, a gastar poco más de un 0,20. Para quienes gobiernan, siempre será más importante pagar los sueldos de los funcionarios públicos (los suyos incluidos) que apoyar montajes escénicos o corales polifónicas. Casi todos nuestros gobernantes consideran la cultura un extra estético en los presupuestos: antes de la crisis, los dineros se destinaban básicamente a financiar entidades culturales, a promocionar eventos ajenos, y a subvencionar proyectos privados, muchas veces basándose exclusivamente en el capricho, la sensibilidad o las amistades de un concejal. Pocas corporaciones canarias han definido una política cultural propia, quizá con la excepción del Cabildo de Tenerife, por más que en estos últimos años los escasos recursos se hayan centrado en la subsistencia.

Es verdad que han sido tiempos muy duros. Como sector económico, la cultura lo ha pasado mal. Pero el hecho cultural es más que el negocio cultural, y muchísimo más que las subvenciones a las empresas culturales, algunas especializadas -en los años de vacas gordas- en vivir casi exclusivamente de la caridad pública y el mecenazgo político. Por eso me parece injusto asegurar -lo he escuchado un par de veces durante esta campaña- que "la cultura ha sido la gran perjudicada por la crisis". No es cierto: aquí lo ha pasado mal muchísima gente, y quienes peor lo han pasado -y siguen pasándolo- son las familias con todos sus miembros desempleados -en torno a cincuenta mil en Canarias-, los parados de larga duración, los parados mayores de 50 años y los pequeños empresarios autónomos.

La crisis debería enseñarnos otra forma de hacer las cosas: una mayor agilidad en la resolución de los problemas y un uso más certero y provechoso del dinero de todos. Este podría ser el momento de diseñar una política cultural que supere la tentación del limosneo y el pecado del amiguismo y apueste por la continuidad de las instituciones solventes (museos, institutos, sociedades culturales) y por los proyectos que de verdad merecen la pena.