enía cuatro hermanos, que hoy son muchos, pero antes no tantos, aunque siempre fueron un montón ruidoso de hermanos, y a veces, cuando alguno de nosotros se portaba mal -casi siempre- entonces nos castigaban a todos con un día en silencio. Un día en el que no podíamos hablar entre nosotros, ni insultarnos a gusto, ni pelear, y sólo podíamos abrir el pico para asuntos importantes, para pedir permiso o para contestar a preguntas de los mayores. En aquellos días, desobedecer o engañar a los padres y hablar en voz baja por las esquinas no era precisamente una opción y los castigos se cumplían. No como ahora, que le dices al pibe que va a estar tres días sin la play y a los diez minutos le levantas el castigo, porque te promete mirándote con ojos de gato de Shrek que no volverá a hacerlo, y tú haces como que te lo crees. Siempre recuerdo lo difícil que era estar callado durante tantas horas, cómo nos vigilábamos unos a otros el silencio, la tortura que suponía ese mutismo impuesto, obligatorio, inapelable, y recuerdo el recurso a la lectura como única posibilidad, porque en los días en silencio la Marconi del salón sólo se enchufaba para que mi padre viera el parte.

Llega la jornada de reflexión y recuerdo aquellos días: pienso en los partidos como niños castigados al silencio por haber hablado más de la cuenta, vigilándose, denunciándose por los incumplimientos. Con los periódicos por fin ausentes del baile de los pronósticos, y la radio y televisión programando para el enorme hueco que dejan las consignas, y uno -que se gana la vida con esta cacofonía de ruidos y medias verdades- ganando a la fiesta un solo día de verdadera calma. La calma previa a la tempestad de luces, imágenes y datos que llegará la noche del domingo, cuando empiecen a contarse papeletas y todos los discursos, todas las promesas, todas las apuestas, queden aplastadas por el peso de la voluntad ciudadana.

Disfruto este día de reflexión como detestaba de niño el silencio impuesto por mis padres. Y lo cierto es que reflexiono poco en el voto y más en su sentido: desde que empecé a votar en el 77, en las primeras elecciones de la Democracia, siempre he votado lo mismo. Pero me premio pensando en esta ya vieja y cansada democracia nuestra, en casi cuarenta años de gobierno constitucional, de elecciones libres, de historia en común, aprendizaje y sufrimientos compartidos, problemas insalvables, ilusiones perdidas, frustración y crisis, y civismo en acción. Una democracia imperfecta y engolfada, llena de ideas, ruidos y gritos y con pocos días de reflexión y silencio... Así son las democracias de verdad.