El nuevo mapa político de Canarias no se explica solo por la irrupción de los partidos emergentes. De hecho, la incidencia de los partidos que se reclaman de la nueva política ha sido en las islas más escasa de lo previsto: Podemos ha obtenido algo menos de la sexta parte de la representación en el Parlamento de Canarias, y las cifras no son consecuencia de un maleficio de las normas electorales y los topes, que sí se llevaron por delante las ilusiones de Ciudadanos. De hecho, con el 14,5 por ciento del voto, Podemos obtuvo el 12 por ciento de los escaños. Su presencia en la Cámara regional hará más frescos y animados los debates parlamentarios, pero nada apunta a que implicará un cambio fundamental en los registros políticos del Archipiélago. No es la irrupción de Podemos el gran cambio político producido en las islas, sino el hundimiento del Partido Popular. Un derrumbe que ha sido especialmente grave en la isla de Gran Canaria, feudo tradicional del PP, donde ha retrocedido de tal manera que pierde el Cabildo y probablemente también el Ayuntamiento de Las Palmas, corporaciones en las que gobernaba con mayoría absoluta. La repercusión de este monumental batacazo en el Parlamento también ha sido brutal. De ser la primera fuerza política en votos y escaños, con 21 en la pasada legislatura, el PP ha pasado a tener 12.

Una parte -importante- de esta derrota se explica por el desgaste general sufrido por el PP en toda España, como consecuencia de las políticas de ajuste, el incumplimiento sistemático de los compromisos electorales y un Gobierno en general más preocupado por salvar la economía que por proteger a quienes más han padecido sus estragos durante estos años de crisis. Pero en Canarias la derrota del PP tiene también responsables con nombres propios. José Manuel Soria es el primero y principal de ellos: como ministro de Industria y Turismo, no quiso representar en ningún momento los intereses de Canarias en el Estado, sino los del Estado en Canarias, ejerciendo como una suerte de delegado bis del Gobierno y buscando la confrontación permanente con el Gobierno de Canarias, algo que Paulino Rivero le puso a huevo con frecuencia. A la soberbia y la arrogancia de algunos comportamientos más propios de un poncio franquista que de un político demócrata, Soria ha sumado alguna de las decisiones políticas más estúpidas de los últimos años. Su voluntad de controlar un PP domesticado forzó la expulsión de Bravo de Laguna de las listas y la incorporación de sus leales -muchos de ellos de perfil muy bajo- en todas las candidaturas. La responsabilidad de la derrota del PP es principalmente suya. Debería imitar a Bravo de Laguna, que dimitió como presidente conservador cuando perdió estrepitosamente unas elecciones. Pero dimitir no es un verbo que Soria conjugue.