Es sabido que las islas encabezan todos los récords negativos: más paro, más pobreza, más desigualdad, más exclusión, más desestructuración social, más incultura, más corrupción, más despilfarro, más embarazos a edad temprana, más divorcios, más enfermedades vinculadas a hábitos alimentarios inadecuados... Siete años de crisis económica, los tres primeros mirando para otro lado, han sido tiempo más que suficiente para que los progresos realizados en materia de igualdad a lo largo de una entera generación hayan saltado por los aires. Esta región ha retrocedido como pocas otras, a pesar de que su PIB está subiendo por encima de la media nacional. ¿Qué está pasando? Pues que cada vez hay menos gente que tiene mucho más y más gente que tiene mucho menos.

La crisis ha destruido el delicado equilibrio económico de las clases medias. Y en Canarias, donde ese equilibrio era menos estable, lo ha hecho con mayor rapidez y gravedad. Quienes han perdido sus empleos han perdido todo lo que tenían. En aquellas familias en las que trabajaban los dos adultos y los dos se han quedado sin ocupación, la situación es más terrible y la caída en la pobreza, meteórica. Los primeros años de la crisis funcionaron los mecanismos para sostener la dignidad: el apoyo familiar, los ahorros de la abuela, las pensiones de jubilación pagando las cuotas de la hipoteca. Pero eso tiene un límite. Administraciones empobrecidas por años de despilfarro y corrupción tuvieron que implementar medidas para acudir en auxilio de las situaciones más desesperadas. Se detectó que había familias en las que -por primera vez en décadas- los niños pasaban hambre de verdad. El Gobierno de Canarias puso en marcha su medida más popular, los comedores escolares de verano. Acudieron miles de niños. Fue el reflejo práctico de lo que hoy revelan los datos de Cáritas, mientras los Gobiernos nos repiten cifras optimistas, mientras se disparan las compras de artículos de lujo y los bancos empiezan a colocar las propiedades embargadas a gente con posibles.

Porque la crisis deja una leve pista de fortunas aumentadas y una gigantesca mancha de padres y madres jóvenes y sin empleo que han tirado definitivamente la toalla, que solo aspiran ya a recibir los 400 euros de caridad del Gobierno mientras mandan a sus hijos a buscar comida a los Bancos de Alimentos. Esa es la realidad tras la puerta de las viviendas municipales cuyo alquiler no paga nadie, y en esas plazas de barriada llenas de chicos y chicas sin futuro, pobres hoy y más pobres el año que viene, sin estímulo para estudiar, sin modelos familiares que imitar, sin más valores que los de la calle ni más premios que los que ofrece la pequeña delincuencia. Chicos sin salida ni esperanza alguna, amarrados a una caridad pública que habrá de mantenerles en la miseria durante el resto de sus vidas.