Hoy, con Pepe Dámaso legando su vida a esta región, lo he recordado: justo una exacta semana tras del último encuentro sobre la burbuja, me llamó Jorge para decirme que César había muerto. Un septiembre, tal día como hoy, hace ahora veintitrés años.

Fue aquel septiembre un lujo de detalles, una juerga pública de honores para una despedida inesperada. Fue el septiembre de aquella fotografía en primera página del Jaguar retorcido de hierros, una caricatura fúnebre de los móviles de aire que salpican el paisaje de la isla. Fue ese septiembre en que me explicaron la arquitectura de la muerte de César: con el horror mismo de una visión de infiernos nuevos en la puerta del lugar vivido, la puerta de Taro. Esperaba César más tiempo para legar su herencia a la isla y desde la isla al mundo, más por coquetería privada que por reflexión cívica. Comentamos eso la última vez que nos vimos. Pusimos a parir a sus colegas culturos y hablamos de proyectos nuevos, de un encargo postergado, de sus murales y de un libro de Marvin Harris sobre las vacas y los cerdos, las brujas y los reyes, que le regalé un par de meses antes, después de una trivial conversación en su casa de Haría sobre la conveniencia de un régimen alimenticio desprovisto de embutidos. No hubo tiempo para más, o al menos yo no lo tuve, y aún a César le dio para sorprenderse por todo y poner cara de pasmo, y hablar de las comisiones ilegales, y poner a caldo a los mismos que habrían de honrarle en sus exequias, y pedir un refresco y firmar autógrafos a una española refugiada en Viena y a una venezolana de Barquisimeto muy pero que muy tímida.

Después de eso, César nos acompañó a la puerta y quedamos en concertar un nuevo encuentro que nunca sería ya en este volcán. Porque pasan los septiembres y César no vuelve: después de casi un cuarto de siglo de descenso oficial al rastro de su legado, cada vez más perdido, hemos dicho hasta la saciedad lo importante que fue todo lo que hizo. Su obra ha cobrado el valor de lo irrepetible, y su ausencia en las sendas terrenas y etéreas de la isla nos asalta y nos conmueve. Vendrán más septiembres para recordar que César fue el pirata de la alquimia de la luz y de las piedras, el maestro de ceremonias del gran carnaval de fuego y aire. Vendrán más septiembres para repetir a los amigos y los extraños que César nos engañó a todos con su construcción de mundos imposibles.

Porque César no fue quien dijo ser. En verdad, toda su historia se asentaba en una doble perversión que modelaba sus actos con una firmeza casi geológica. César sufría del vicio de la belleza, pero no de cualquier belleza: el reflejo de lo estético era en él un descubrimiento íntimo, una pasión que domina y puede a los hombres grandes y que acabó por convertirle en una suerte de "Pepito Grillo", muy a su pesar.

Su raudal de impertinencias se nos hacía soportable porque era la muleta del arte, del conocimiento, de la razón instrospectiva. Le tolerábamos públicamente la excentricidad del genio, y en privado hablábamos de "las cosas de César" para referirnos a sus escaramuzas sociales en defensa de su íntima razón de cosaco. Fue esa razón de escándalos y su compañía de aciertos y errores lo que hizo de César un tipo irrepetible más allá de su propia pose, mitología pura para un fin de milenio, para este siglo nuevo y sus fundacionales enjuagues, este tiempo vivido por todos nosotros y su espanto de ferias, cianuros, incendios y pasiones.