La televisión está en campaña. Siempre ha sido así, pero nunca como ahora. Es cierto que la tele pública siempre optó por servir al que firma las nóminas en el BOE, con mayor o menos sutileza. Y las privadas jugaron a apuntalar opciones que suponen más afines a sus intereses. Pero lo de ahora es nuevo. La Cuatro y la Sexta han apostado Rivera y Pablo Iglesias, pero no se trata de un asunto ideológico o de defensa de intereses, como ocurría antes. Se trata lisa y llanamente de mantener al público espectador. Rajoy mata las audiencias, y Pedro Sánchez las adormece. Frente a ellos, Rivera y Pablo Iglesias son como los Beatles revividos. La apuesta de los medios por quienes suben el "share -sean rockeros, futbolistas, farándula o políticos- es un fenómeno nuevo, propio de esta democracia catódica que se ha instalado entre nosotros. Las cadenas saben -como todo hijo de vecino- que las escobas nuevas barren mejor. Y para las audiencias, los dos nuevos con sus nuevos partidos son combustible de alto octanaje. Por eso se les mima, se les organizan saraos a dos, paseos triunfales por la programación. Se mantiene frente a ellos una posición radicalmente acrítica, que las redes expanden hasta el infinito y más allá en simiesca imitación.

¿Se imaginan que Rajoy se hubiera equivocado atribuyendo a Churchill una cita que no es suya? ¿Qué Pedro Sánchez no supiera el nombre de Price-Waterhouse y se inventara el nombre de una empresa inexistente? ¿Qué cualquiera de los dos "recordara" que los andaluces votaron por su autodeterminación? Les habrían machacado públicamente y decenas de miles de chistes, bromas y memes circularían por las redes dando cuenta de esos errores. Pero es que a Pablo Iglesias o a Rivera no se les trata como políticos en activo, gente que tiene que saber de lo que habla y medir lo que dice, sino como a estrellas mediáticas que hay que proteger mientras dure el interés ciudadano: da lo mismo lo que digan, con tal de que lo digan proporcionando espectáculo y entretenimiento. Es una perversión de viejos códigos elementales, mecanismos de participación y decisión que cada vez tienen menos sentido. Pero elegimos a personas que han de representarnos, y debiéramos hacerlo por lo que piensan hacer en nuestro nombre, no por lo que dicen o por la forma en que lo dicen. Las televisiones han creado o ayudado a crear fuerzas que se sostienen y ganan -sobre todo- porque salen en televisión. No es sólo un fenómeno español, es planetario. Y mientras esto ocurre, lo más próximo, lo cercano y real, deja de existir en la tele y se desvanece. Inexiste porque no es útil para el espectáculo global de los media... ¿Dónde están los votantes de Izquierda Unida en esta campaña? ¿Y los de Coalición Canaria o los otros partidos locales? ¿Y dónde están las inquietudes y sentimientos de los que no forman parte de la audiencia global: los emigrantes, los marginados, los que se resisten a la uniformización de la tele? No están. No existen. Sólo hay marcas viejas, productos de moda y consumidores indecisos recitando el pito, pito, gorgorito...

Y la tele. Omnipresente. Cada día más poderosa. Sin más límite que el de sus audiencias, ni más objetivo que el de ganar dinero.