Hay quien piensa que desde hoy no se puede hablar de sondeos o escribir sobre ellos. No es cierto. Lo que no se puede es publicar sondeos nuevos. Se trata, además, de una norma que ha quedado obsoleta con Internet. En los próximos días seguirán publicándose sondeos en la red, entre otras cosas porque Internet es una base de datos mundial, y la prohibición de publicarlos sólo afecta a la páginas radicadas en servidores españoles. La norma que prohíbe publicar sondeos, como también la que establece la llamada jornada de reflexión, son normas electorales que se originan en un tiempo muy distinto al nuestro, normas que han dejado de ser lógicas, sencillamente porque no pueden hacerse cumplir. Pero incluso si pudiera obligarse de alguna manera a cumplirlas, estas normas protectoras carecen hoy de sentido: la ciudadanía española no tiene hoy ni la misma formación ni las mismas actitudes que la que acudió a votar por primera vez en democracia en 1977. En aquel tiempo se consideraba necesario que el voto de la gente no fuera "influido" por los sondeos, y que los ciudadanos tuvieran un día de tranquilidad para reflexionar. Se imponía la visión protectora y paternalista de una ciudadanía a la que se consideraba inexperta en las lides electorales. Y fácilmente manipulable por la publicidad (propaganda se le llamaba entonces) de los partidos.

Personalmente, creo que -como cuerpo social- los españoles seguimos siendo muy influenciables, y eso explica los vaivenes que reflejan los sondeos, incluso los más serios. Pero no son los sondeos -a los que cada vez damos menos crédito, porque se han convertido también en un soporte del espectáculo- quienes provocan los cambios en la intención colectiva de voto. Son los medios, omnipresentes en estas campañas, quienes hacen esa tarea. La democracia española es -cada vez más- una democracia catódica, televisiva, una democracia basada en el show y el entretenimiento, y que ha convertido las ofertas y marcas electorales en meros productos de consumo, y a sus líderes en artistas que promocionan el producto ante cualquier público.

Es verdad que la comunicación política no se rige por los mismos mecanismos que la venta de calzoncillos. Si así fuera, Mariano Rajoy o Pablo Iglesias no colocarían muchos (o sí, la psique de la gente es bastante compleja).

La comunicación política vende fundamentalmente estabilidad y seguridad, por un lado, o esperanza de cambio y mejora. El PP, que es, más que un partido conservador un partido que quiere conservarse a sí mismo en el Gobierno, opta por presentaciones propias de una compañía de seguros. Los demás, que están fuera, nos venden intangibles como integridad -los de Izquierda Unida-, ilusión -Ciudadanos-, cambios -Podemos-, o fiabilidad -el PSOE-. Coalición -que gobierna ininterrumpidamente desde hace años pero pinta poco fuera de Canarias- nos vende directamente a Ana Oramas, como si fuera un producto local a defender, una suerte de Bette Davis criolla y con carácter. Pero lo más curioso es que la mayoría de los ciudadanos no va a votar por ningún partido. Se va a abstener o va a votar contra alguno: la cosa es que el mercado electoral se ha expandido, y ahora hay muchas más ofertas contra las que votar. Vayan eligiendo ya, que queda menos.