Si hubiera que fijar una fecha de arranque a este disparate, probablemente habría que retrotraerse hasta la firma de la Concordia de Segovia por Isabel de Castilla y Fernando de Aragón. Pero como eso nos queda un poco lejos, para entendernos podríamos arrancar en 1978, con la tensión que se vivió en España para meter en el título octavo de la Constitución lo que Ortega definía como "particularidades" territoriales. Los constituyentes habían avanzado en un texto progresista, en el que -tres años después de la muerte de Franco- se cerraron las viejas heridas del país y casi todo se logró por consenso. Todo, menos el encaje de Cataluña y el País Vasco. Los diputados nacionalistas exigían que sus regiones fueran definidas por el término nación, inasumible por la mayoría. Había prisa por enterrar definitivamente el franquismo, cerrar la Constitución y convocar elecciones, y, al final, se optó por una fórmula de compromiso, que incorporó el término "nacionalidades", un concepto semánticamente aberrante, cuya única función era lograr que PNV y Convergencia votaran la Constitución. Al final, votaron en contra sólo cinco diputados ultras de Alianza Popular y Francisco Letamendia, que había sido elegido por Euskadico Esquerra, pero ya militaba en Batasuna. Se abstuvieron otros tres diputados de Fraga, los nacionalistas vascos y el único diputado de Esquerra Republicana de Cataluña. Votaron a favor UCD, el PSOE, el Partido Comunista, el resto de Alianza Popular y Convergencia Democrática de Cataluña. Conviene recordarlo, de vez en cuando.

Aquellas "nacionalidades" -incrustadas malamente en una Constitución técnicamente ejemplar-, fue el precio que se pagó para que el partido que luego sería de Artur Mas apoyara el texto y el posterior referéndum. Pero los tres grandes partidos nacionales que aceptaron aquél enjuague terminológico hicieron luego la trampa con la política del "café para todos", un mecanismo para desvirtuar la idea de que había regiones que requerían un grado mayor de autonomía. El desarrollo autonómico y la asunción de cada vez más competencias se convirtieron en objetivo prioritario de todas las regiones. De aquél disparate semántico de la "nacionalidad", un término que hasta entonces significaba de dónde es uno, se ha pasado a un país descentralizado, con un modelo claramente federal, instalado en un debate que intenta evitar la pregunta clave: ¿Es España una nación? ¿O es una entelequia histórica, fruto de la suma de varias naciones? En Cataluña y en el País Vasco, amplios sectores de la población creen que la respuesta correcta es la segunda. En el resto de España, las mayorías castigarían electoralmente a quienes coqueteen con cualquier idea separatista. Y ese es el meollo de la situación en la que nos ha metido una clase política que no se atreve a decir la verdad, porque quiere los votos españoles sin perder los que tiene en Cataluña y Vascongadas. Es indudable que hay que encontrar una salida a la crisis catalana, pero eso no se logrará inventando palabras inútiles.

No más federalismos asimétricos, no más plurinacionalidades, no más combinacionalidades (el último invento de Pablo Iglesias), que no significan absolutamente nada. Quien tenga una idea para resolver lo de Cataluña sin romper España, que lo diga. Y quien no la tenga, que se abstenga de seguir confundiendo.