Llevo más de una semana con el móvil entre autista y esquizofrénico. No sé exactamente qué le ocurre. Sólo sé que cada vez que toco la pantalla, o no me hace caso alguno, más o menos como mi mujer, o le da por abrir aplicaciones que yo ni sé que existen, o por escribir él sólo mensajes ilegibles que parecen insultos cacofónicos del capitán Haddok. Llevé el móvil a una tienda de móviles y me dijeron que lo que le pasa es que no responde al tacto. Será cierto, pero dejé de tratarlo con tacto, le grito, le insulto, lo pongo a parir y tampoco me hace caso alguno. En la tienda de móviles me dicen que lo que tengo que hacer es tirar mi viejo móvil, que ya está obsoleto, y comprarme uno nuevo. No es que sea yo el tipo más conservador del mundo, pero me da cosa cambiar un aparato que no tiene aún dos años. De todas formas, se me ocurrió preguntar el precio de uno nuevo: poco menos de ochocientos euros el de gama baja, último modelo, porque es S y plus y no sé que más. El de gama alta ni pregunté cuánto cuesta, seguro que más que pasar un fin de semana con Adriana Lima, que es una moza a la que no tengo el gusto de conocer, pero me encuentro todos los días en el correo electrónico. Juro por lo más sagrado que yo no he hecho nada por conocerla, pero ella es muy insistente, se me despliega por el ordenador en lencería fina y poses insinuantes cada vez que pincho en los mensajes de Pinterest, una red social en la que me metí sin querer al buscar en internet una imagen que necesitaba para un trabajo del cole de mi hijo. Desde entonces, la incandescente Adriana me persigue, y yo me dejo, pero he de reconocerles que su belleza marciana e incandescente me pone más bien melancólico. Tropezármela también en el móvil, cuando intento apagar el despertador, que es lo único que sigue funcionando perfectamente, emitiendo su berrido creciente todos los días a las seis menos cuarto, es una forma de sadismo inhumano que ni los más ultras del PP deberían desearle a Pablo Iglesias, es un decir.

Pero les hablaba de mi móvil aleatorio, éste que tiene ratos (como días el reloj del gomero) y que hay veces que voy a llamar al trabajo y me pone una canción de Sabina, y cuando quiero apagarlo acciona una brújula que ni siquiera sabía oculta en sus entrañas tecnológicas, o me ofrece la cotización del Ibex 35, acompañada de un comentario de un señor muy experto que asegura que la volatilidad es un estado de ánimo y este es un momento óptimo para comprar...

Pues la cosa es que ayer me dejé el móvil en un taxi, y -en vez de aprovechar para perderlos a él y a la inalcanzable Adriana camino del olvido- me entró algo parecido a un ataque de incontrolable histeria: me aferré como un poseso al GPS de la tableta y estuve siguiendo por Google maps el largo paseo del móvil por toda la ciudad y mandando cada treinta segundos al taxista bocinazos y señales digitales con severas advertencias de propiedad. Al final el hombre me trajo muy atento y diligente el móvil a casa, y cuando me devolvía ese trasto inútil que hace más de una semana me tiene desquiciado, al tocar con alivio su pantalla rebelde, inmune a mis gritos y lamentos, y también a las caricias más delicadas, sentí un estremecimiento de autocompasión. Porque después de años de autoterapia, psicología lacaniana y manuales de autoayuda, ahora entiendo por fin lo que es ser de verdad un esclavo emocional.