Es verdad que soy un periodista de provincias y no me he codeado ni con Bill Clinton ni con Helmuth Koll, ni conozco (apenas de oídas) gente realmente importante, gente que vaya a pasar a los libros de historia. Lo mío es más bien circular entre mediocridades que son próximas a la mía. Aun así, trato con mucha gente interesante, divertida, capaz, valiosa o talentuda. Gente que se mueve en el amplio espectro que va desde los perroflautas a los ministros. Y hablando de ministros, hace años que creo que Manolo Soria es uno de los tipos más capacitados para la política que conozco. Siendo uno de los visitantes más asiduos del patio de monipodio que vigilo, Soria no deja nunca de proporcionarle satisfacciones al periodista que habita entre mis kilos: es un tipo astuto, frío y escurridizo como una anguila austral. Sin duda nació para dedicarse a lo que se dedica, a esa política vieja y nueva que no es más que un juego profesional de poderes e intereses, en el que la verdad, los principios o la coherencia han dejado de tener verdadera importancia. Y no lo digo como un recién caído del guindo: llevo en esto más años de los que gustaría y no espero de la política más que una administración ordenada y razonablemente decente de los recursos públicos. No creo que a la política le quede mucho espacio para la verdadera grandeza, ni pretendo que me ayude a conquistar ningún cielo, ni que merezca más afán que este diario aporreo de teclas con el que me gano la vida. La verdad es que cada día me interesa menos el poder y más el dolor y el sufrimiento que ocasiona en quienes no tienen quienes les defienda.

A estas alturas del discurso, lo único que espero de quienes nos mandan es que no nos roben y no nos tomen por idiotas. Lo primero, que no nos roben, no depende de mí (afortunadamente), pero lo segundo sí. Me niego a comulgar con ruedas de molino, a consumir consignas y a perder el tino comprando los guiones que otros elaboran. Sé que no voy a cambiar el mundo por intentar mantener mi independencia de criterio, pero de tonto -si puedo evitarlo- prefiero no ejercer.

El ministro Soria se despachó el jueves en un debate en el que yo también estaba invitado, intentando vendernos el libro de que el conflicto que mantiene con una diputada de Podemos, constituye el mayor escándalo de corrupción de la historia de Canarias. Me parece obvio que -juzgándose estos días el caso Arona, con Las Teresitas a punto de salir del horno y lo de Telde o el caso Unión de Lanzarote aún en la memoria-, calificar su denuncia como si se tratara del caso Santaella, es como poco una exageración bastante exagerada. Se lo dije al ministro, y al hombre le saltó la soberbia y se puso como un energúmeno, atribuyéndome competencias de abogado de otros de las que personalmente carezco. El asunto no tiene demasiada importancia: farándula de periodistas y políticos. Si la tiene -creo- que el ministro no contestara a ninguna de las preguntas que se le hicieron sobre asuntos de enjundia. Y una de ellas es si es o no es cierta la información de que su hermano Luis se dedica al negocio petrolero. Y si eso tiene algo que ver con el hecho de que el ministro de Energía piense que lo razonable es que el precio del crudo se duplique, como declaró a Servimedia hace justo dos días. Que estoy (casi) seguro de que no tiene nada que ver.