Necesitaba el candidato 176 y se quedó con solo 130, pero eso ya se sabía. La apuesta no era para esta primera tanda, sino para la votación del viernes, cuando baste tener más votos a favor que en contra. Para eso sería necesario recorrer la distancia que hoy separa los 130 votos pelados de los diputados de Ciudadanos y del PSOE y reducir distancia con los 219 de todos los demás (excepto el exotismo de Coalición, que se abstuvo). Lo que pasa es que con los discursos y las actitudes que se han visto hoy, parece difícil que de aquí al viernes pueda llegar a cambiar algo.

De hecho, la percepción es que no ha cambiado nada, apenas ha empeorado: Mariano Rajoy sigue ejerciendo como si aún fuera el presidente, como si aún contara con su mayoría absoluta intacta, con la soberbia afiliada de quien no entiende que en política es peor ser rechazado por todos que no ser votado por muchos, petrificado en su recetario de sarcasmos gallegos, enfurruñado de retrancas, rumiando impertérrito -como en un drama de Shakespeare- el chicle de su descontento. Frente a él, Pedro Sánchez, derrotado el PSOE en las urnas como nunca jamás antes, ejerciendo ya de presidente convicto, con actitudes de presidente y modales de primer ministro, pero con un futuro presidencial apenas vislumbrable por los más adeptos, y con los modos afilados de un superviviente decidido a sobrevivir, si no a la investidura, sí al menos al rechazo de los suyos. Y frente a los dos y a Rivera, el politólogo Pablo Iglesias, decidido a recuperar la imagen abrasada en la negociación de los sillones, de vuelta a su registro de líder del 15M, de regreso a su propio ardor leninista, instalado en el rol de bolchevique enamorado, en la retórica antioligárquica y el rechazo a la maldad del mercado. Y al lado de estos tres negándose la mayor, y negando a la nación la posibilidad de salir del desgobierno, Albert Rivera parecía ayer un curandero afanado en la felicidad universal: un tipo de otro tiempo reclamando acuerdos, compromisos y consensos. Una intervención balsámica. La suya, en medio de tanta bronca y tanto grito y tanto número de circo.

Porque que todo se hiciera piedra en los gestos, las palabras y los votos, era lo esperado y previsto. Pero no los discursos agresivos, las descalificaciones "ad hominem", los insultos o el recurso al odio y la cal. Ni la falta de educación de esta gente que nos gobierna o aspira (con excepciones, sí), ni todos estos diputados tan poco pragmáticos y tan "plasmáticos", lanzados a convertir la Cámara en un plató de Sálvame. Pero no es eso lo peor.

Lo peor es que -al margen de los resultados, las explicaciones y las posturas- la nación que se encuentra más allá de los votos de Sus Señorías parece avanzar sin pausa en la misma oscura dirección. Es como si España hubiera retrocedido de pronto no los últimos cuarenta años, sino cuarenta y otros cuarenta más, a aquellos tiempos que creíamos ya superados en los que el adversario político era un enemigo exterminable. La única diferencia es la banalidad de nuestros odios actuales: las risitas de patio de colegio ante la pulla y el insulto, los aplausos suicidas ante la crítica brutal al que podría ser socio en el Gobierno mañana, la letanía de los reproches insalvables y la voladura de la concordia. Lo peor no son ellos y sus cuitas, lo peor es que todo esto pasa cuenta, y el país se fractura.