Un juzgado de Lorca ha sentenciado a los padres de Yeremi a pagar 3.600 euros, más las costas y gastos, por haber denunciado a un joven tuitero que había publicado en las redes sociales gracietas de mal gusto y comentarios morbosos sobre su hijo, desaparecido desde marzo de 2007. Supongo que la sentencia debe haberles provocado un extraordinario dolor, entre otras cosas porque resulta absolutamente inexplicable. Es fruto, lisa y llanamente, de aplicar justicia burocráticamente, sin pararse a pensar en qué objetivos persigue la justicia.

Entre la basurilla colgada en la redes, denunciada por los padres de Yeremi con nombres y apellidos, hay frases como "Sabemos quién tiene el cadáver de Yeremi" o "Yeremi juega bien al escondite". Pero el juzgado, en una decisión incomprensible, ha archivado la denuncia y absuelto al denunciado, sin molestarse siquiera en tomar declaración a los demandantes -el padre y la madre de Yeremi- y sin comprobar el origen de los tuits, dando por buena la afirmación del joven denunciado de que él no fue quien los escribió y distribuyó en las redes.

Desde mi particular punto de vista, un tuit es -la mayor parte de las veces- lo más parecido que existe a una comunicación privada: el noventa por ciento de los que se cuelgan no reciben las más mínima atención por parte de los otros usuarios en una red absolutamente saturada por el ruido informativo y las naderías. Por eso, puedo entender que la justicia no debe dedicar demasiado de su valioso y muy costoso tiempo a perseguir tuiteros que digan tonterías. Porque el efecto de casi todos los tuits es exclusivamente íntimo, meramente masturbatorio: similar al que puede producir una frase pronunciada ante el espejo en un cuarto de baño vacío.

Pero hay casos y casos. Y este, en concreto, es singularmente sangrante: no creo que nadie -si siquiera los padres de Yeremi- esperen que el joven autor de los tuits -en el peor de los supuestos un sociópata, y en el mejor un cretino sin la más mínima empatía con el sufrimiento humano- sea fusilado al amanecer por sus gracietas miserables. Pero hay asuntos que -por la crueldad o el desprecio que demuestran hacia los sentimientos de los demás- deberían ser juzgados y condenados.

Yo no creo en una justicia ejemplarizante. Ni siquiera estoy seguro de creer a estas alturas en una justicia justa. Pero cuando me siento positivo reivindico una justicia humana, preocupada por contribuir a crear una sociedad mejor de la que tenemos. Por eso pienso que penar con unos días de trabajo social al autor de esas inmundicias de menos de 140 caracteres, ayudarían sin duda a su educación para la vida. Y sería una mínima satisfacción para una familia que lleva casi una década sufriendo la peor de las pérdidas, que es la que no puede asumirse. Y también serviría una sentencia razonable y razonada para que muchos usuarios de las redes, más inconsistentes que desalmados, entiendan que existen diferencias notables entre el humor grueso y la simple vileza.