Leo que un señor de IU se queja de la consulta a las bases planteada por la dirección de su partido sobre la confluencia con Podemos. El mero titular me produce una instantánea corriente de simpatía ante una protesta tan heterodoxa, pero pronto descubro que me he equivocado: el ciudadano en cuestión no está en contra de que se consulte a las bases, sino de que se haga antes de que se cierre el acuerdo, porque eso supone pedir a los militantes "un cheque en blanco". Quiere nuestro hombre que se consulte a las bases después de firmado el acuerdo. Encaja su propuesta con esas corrientes de "transversalidad" y "horizontalidad" que hoy recorren el alma de la agostada democracia española como antaño el fantasma del comunismo recorría Europa. Es una moda que afecta a la mayoría de los partidos, empeñados en acercar las decisiones a bases y simpatizantes: se celebran primarias para elegir a los presidentes o secretarios generales, se solicitan primarias también para aprobar listas y candidaturas, y se realizan refrendos de las decisiones clave, sobre todo si tienen que ver con pactos y nombramientos. Eso es democracia avanzada, nos dicen. Y de tanto decirlo, nos vamos a acabar creyendo que es cierto.

Muy al contrario, lo que ocultan todos estos procedimientos es un creciente vaciamiento de la democracia participativa: los partidos sólo sirven hoy para designar al personal que los dirige y nos gobierna. Antaño eran escuelas de democracia en donde los afiliados discutían propuestas y trasladaban de la sociedad al partido y del partido a la sociedad ideas y programas. Se elegía a los dirigentes por complejos consensos construidos entre corrientes y territorios, y se les exigía capacidad de liderazgo y sentido del riesgo para ejercer un mando que luego se revalidaba (o no) por los órganos de control. Era un sistema vertical, hijo de la historia política europea, construido laboriosamente en décadas de trabajo para fomentar liderazgos partidarios sólidos y duraderos y definir consensos programáticos y propuestas ideológicas que implicaban a todos los militantes.

Ahora se desprecia la dimensión vertical de la democracia, se cuestiona el liderazgo por principio, se decide todo sin más discusión que el voto de la mitad más uno. Estamos copiando el formato espectacular y mediático de la democracia estadounidense, en el que gana quien ya tiene el poder, o quien maneja recursos para la propaganda. Sirve para elegir jefes que están por encima de los demás, que no actúan en equipo, porque no se deben a ese equipo sino directamente a quienes les votan, a los que jamás contradicen en sus gustos y preferencias. Crea partidos ocupados únicamente en la distribución del poder interno, y líderes públicos a los que lo único que les interesa es el poder por el poder, no el poder para poder. Líderes sin proyecto, dedicados a robarnos y a engañarnos con ocurrencias y simplezas para consumo de los media, que ejecutan sólo las decisiones populares y se hacen así tan inamovibles como inútiles.

Toda esta horizontalidad, estas consultas a las bases, este mercadeo de ideas que caben en un tuit y de promesas imposibles, de las que luego nadie pide cuentas, ha contaminado nuestra vida partidaria primero, después la vida pública, y amenaza con contagiar todas las instancias sociales: la meritocracia no cuenta, sólo se mide el éxito y la pasta, la educación fracasa, los alumnos ponen nota a sus profesores, los jueces amoldan su justicia al discurso de la calle, los periodistas y los medios viven por y para la audiencia, consumimos una televisión de mierda, las regiones se creen naciones, los tontos pontifican a su antojo, leemos sólo best-seller, hablamos mucho de derechos pero nunca de obligaciones y aplaudimos a rabiar cualquier idiotez que resulte popular...

Y además nos da vergüenza decir que no siempre fue así.