A Louis Dembitz Brandeis, juez del Tribunal Supremo estadounidense durante un cuarto de siglo (de 1916 a 1939), se le recuerda por ser el primer judío que llegó al Supremo y también por haber sido el mejor estudiante que jamás haya pasado por la escuela de Leyes de Harvard. Se graduó con veinte años recién cumplidos e inició una meteórica carrera específicamente dirigida a la defensa de los intereses de la ciudadanía frente a lo público. Se le considera una de los mayores juristas del siglo pasado. Defensor a ultranza del derecho a la privacidad de los ciudadanos, fue sin embargo inflexible a la hora de denunciar la opacidad y falta de transparencia de los gobiernos. Suya es una extraordinaria sentencia sobre las ventajas de exponer los asuntos y cuentas públicas al debate público abierto: "La luz del sol es el mejor desinfectante", dijo. Y sin duda era y sigue siendo cierto.

La idea de hacer accesible a los ciudadanos la gestión de lo público tuvo en Brandeis a uno de sus mejores valedores. Mucho de lo que hoy se pretende con la institucionalización de la transparencia fue ocurrencia de este reverenciado jurista, a quien supongo se encomendaría Daniel Cerdán, comisionado de nuestra transparencia de andar por casa, antes de presentar su primer informe anual, coincidiendo prácticamente con el Día de Canarias. Cerdán y su minúsculo equipo han recibido hasta ahora pocas peticiones de intervención o denuncias sobre negativa de las administraciones a facilitar información. El sistema de transparencia, que obliga a las administraciones a colgar en Internet toda la información correspondiente a salarios y retribuciones de políticos y funcionarios, los contratos con proveedores, y toda la información de que disponen las administraciones, sigue despertando aún -apenas un año después de implantarse en Canarias- poco interés en la ciudadanía, incluso entre los periodistas, que prefieren acudir a sus fuentes tradicionales antes que hurgar en las páginas web de ayuntamientos, cabildos y Gobierno. Y, sin embargo, la información, toda la información, empieza a estar ahí, disponible y accesible. ¿Vive usted en un pequeño municipio y quiere saber cuánto dinero se gasta su alcalde en la ferretería de un primo de su cuñado? ¿Cuánto paga por cada cosa que le compra al ferretero? ¿Cuánto se gastó en el hermanamiento con un pueblo siberiano? ¿Cuánto se pagó por la publicidad de los Carnavales? Pues sepa que ahora le asiste a usted el derecho a saberlo, aunque a lo peor su ayuntamiento aún no se ha enterado. Ya no puede ser declarado secreto oficial lo que pagó Ángela Mena -siendo presidenta consorte- por las escobillas de retrete de alto diseño que compró para la residencia presidencial en Las Palmas, con dinero público. O cuánto dinero se gastó el Gobierno Rivero en el restaurante Jalea de Menta, por ejemplo. O cuánto cuestan los viajes de nuestros políticos al extranjero. Ahora tenemos derecho a saberlo todo. Todo. Es un gran poder para los ciudadanos. Una garantía de que -si ejercemos ese derecho, ese poder- las cosas serán cada vez más limpias.

Aunque es cierto -como aprendió otro ilustre ciudadano USA, Mr. Peter Parker, alias Spiderman- que "un gran poder comporta una gran responsabilidad". Porque la transparencia puede llevarnos también al rendijismo, al puro cotilleo. Y no es para eso para lo que existe, sino para evitar que con el dinero de nuestros impuestos se cometan excesos, despilfarros y golferías.