Fernando Clavijo rechazó en el Parlamento de Canarias la convocatoria de un referéndum sobre la Ley del Suelo, una iniciativa próxima a la Plataforma contra la ley y que parlamentariamente ha defendido Podemos. Clavijo recordó que el marco del debate social sobre el proyecto, cuya remisión al Parlamento ha aprobado por fin el Gobierno esta semana, quedó abierto a la participación y a la presentación de alegaciones, sin que ninguna de las fuerzas políticas o sociales globalmente contrarias a la filosofía de la Ley presentaran una alternativa articulada. El anuncio de Clavijo contra la convocatoria de una consulta ha suscitado la airada respuesta de las redes y de los grupos que defendieron la convocatoria de un referéndum contra las prospecciones petroleras, y que pretenden repetir el proceso. Ni creí en la viabilidad de aquél referéndum antipetrolero, ni creo razonable plantear que las decisiones políticas deban ser permanentemente sometidas a plesbicito, especialmente aquellas que tienen un claro componente técnico. La democracia parlamentaria plantea excepciones en las que es conveniente consultar a los ciudadanos, sobre todo cuando se trata de cambios constitucionales, modificación de tradiciones legales de gran calado o cuestiones extraordinariamente polémicas en las que no existen mayorías parlamentarias claras ni consenso político. Pero acudir a la consulta popular no implica necesariamente más calidad democrática. En ocasiones supone dar un arma muy peligrosa a demagogos y fuerzas reaccionarias.

Es cierto que hay estados donde la consulta frecuente forma parte de un estilo de ejercer la democracia, como Suiza -con más de 600 referéndums desde 1848, cuando se implantó el sistema-, o California, que lleva celebradas casi 400 consultas en el último siglo. Pero para los defensores a ultranza del sistema, conviene recordar que su abuso ha provocado una bajísima participación en las consultas -muy raramente alcanzan el 50 por ciento del censo electoral, como en España en los referendos de los Estatutos de Autonomía- y provocan una continua intervención de los tribunales constitucionales para anular decisiones arbitrarias o ilegales. No todo lo que aprueba la mayoría de los ciudadanos tiene que ser necesariamente correcto o posible. La bancarrota pública de California se atribuye al cumplimiento de medidas fiscales absurdas o insostenibles, acordadas en consulta pública. La prohibición del matrimonio homosexual, la aplicación de pena de muerte con métodos considerados crueles e ilegales por el Supremo estadounidense, la negación del derecho a la educación y la sanidad para los inmigrantes, la obligatoriedad de entregar a irregulares a la Policía, o la prohibición de la enseñanza en español para los hispanos, todas son medidas aprobadas por referéndum en California. En Suiza se decidió en 1960 -en consulta a sus ciudadanos- que las mujeres siguieran sin votar, después de que el Gobierno suscribiera la Convención de Derechos Humanos del Consejo de Europa, que obligaba a incorporar el voto femenino al sistema electoral. La muy democrática y participativa Suiza sólo hizo obligatorio el voto femenino en la década de los 80. Mucho más recientemente, los suizos votaron prohibir trabajar en el país a los extranjeros comunitarios, en contra de los convenios suscritos por el país, o por prohibir de por vida dedicarse a la enseñanza a los jóvenes mayores de edad -con 19 años, por ejemplo-, que hubieran mantenido relaciones con menores de edad. El acuerdo tardó algunos años en ser declarado inconstitucional.

Las consultas populares son un instrumento, no una panacea, como han descubierto los británicos hace apenas unos días.