Un viejo axioma de juventud asegura que la vida es lo que nos pasa mientras pensamos qué hacer con ella. Parafraseando esa sentencia, la política podría ser lo que no se hace mientras se discute cómo hacerlo... El derrumbe de la carretera a Teno el pasado martes, y la angustiosa espera de 174 personas atrapadas por ese derrumbe, antes de ser rescatadas por helicópteros militares, es otra demostración de las cosas que no se arreglan mientras discutimos un día sí y otro también sobre lo que debería o no debería hacerse. Lo de Teno es un síntoma del estado decrépito de las carreteras de las Islas, otro más, a sumar a casos sangrantes como el de la carretera que incomunica La Aldea de San Nicolás, de forma intermitente cada tanto, o los colapsos circulatorios que desesperan a decenas de miles de tinerfeños en la TF-5 y la TF-1 todas las mañanas. Este estado de cosas no es consecuencia de que Tenerife se apropie de recursos que corresponden a Gran Canaria o viceversa. Es fruto de una política de obras públicas que en tiempos de abundancia se centró en infraestructuras viarias monumentales y en algunos casos costosísimas, no porque fueran imprescindibles, sino -básicamente- porque había dinero para poder hacerlas. Y ahora, en tiempos de escasez, cuando el Estado ha incumplido todos los convenios suscritos con Canarias -que eran una forma de financiación de las Islas al margen de la financiación general- parecemos más ocupados en rechazar las necesidades y urgencias de los de enfrente, que en resolver de verdad lo que nos ocurre.

Las inversiones en carreteras en Canarias se han enfrascado en un debate inane sobre desequilibrios, que solo sirve para volver a demostrar que -ante la incapacidad de resolver las cosas- los políticos optan por culparse los unos a los otros. Estamos acostumbrados a eso, forma parte de lo diario y cotidiano cuando se enfrentan ideologías, programas o equipos que se disputan el poder. El problema es que aquí se quiere enfrentar a islas y sociedades con problemas muy similares. El presidente del Cabildo de Gran Canaria ha descubierto -treinta años después de que lo hiciera el alcalde Hermoso- que el insularismo puede dar extraordinarios réditos, y lleva empeñado casi un año en demostrar que la región en su conjunto trata mal a Gran Canaria. Es rematadamente falso que eso ocurra, pero su primera medida al tomar posesión del cargo fue crear una comisión insular para estudiar los supuestos desequilibrios de los que -por cierto- un año después aún no se ha aportado prueba alguna. Carlos Alonso, presidente del Cabildo de Tenerife, le cogió gusto al formato y aquí andamos, todos metidos en este jaleo, dejando que las carreteras se vuelvan intransitables y se nos hundan, mientras empichamos con cifras el sufrido cerebro de los votantes y/o contribuyentes.

Lo cierto es que desde que Adán Martín estableció mecanismos para la territorialización del cómputo de gasto público, hace ya más de una década, el Gobierno regional cuida con extraordinaria precisión el reparto territorial de lo que se invierte en esta región. En los últimos años, del presupuesto se destina aproximadamente algo menos de un tercio a Tenerife y un porcentaje idéntico a Gran Canaria, y el resto a las islas menores. Todo el debate sobre el reparto de las migajas que nos llegan es puro humo que oculta la realidad de un problema distinto: cuando había, se despilfarró mucho en obras costosas y llamativas, algunas de escasa repercusión social. Y cuando Rajoy se cargó el convenio de carreteras, y se produjo el derrumbe de nuestro modelo de financiación de carreteras, en vez de reivindicar un trato justo, hemos vuelto al viejo debate sobre responsabilidades ajenas, intenciones perversas y lo abusón que es el vecino.