Andan los socialistas echando pestes de la doble vara de medir del PP, esa que les convierte a ellos en cómplices de la división y ruptura de España cuando apoyan la creación del grupo parlamentario catalán, y sin embargo lo consideran aceptable y asumible cuando es el PP quien lo hace, a cambio de un par de abstenciones o unos votitos íntimos, de esos que no dejan rastro ni señal, pero son suficientes para marcar la diferencia. En realidad, apoyar una interpretación abierta del reglamento de la Cámara que permita la creación del grupo parlamentario catalán es desde hace ya unas cuantas legislaturas una tradición perfectamente asentada en los hábitos y costumbres del Congreso. Es absurdo que el PP se rasgara farisaicamente las vestiduras y hablara de lesa traición a la sagrada unidad de la patria, cuando el PSOE apoyó ese criterio tras las elecciones de diciembre. Facilitar que los grupos parlamentarios puedan intervenir con identidad propia cuando el Reglamento no lo considera fraude de Ley (lo impide, por ejemplo, en el caso de partidos que concurren juntos, y no se enfrentan electoralmente, como el caso de Podemos y sus confluencias) es una demostración no sólo de cortesía parlamentaria, sino del buen talante democrático que se recoge en la conocida frase "estoy totalmente en desacuerdo con lo que usted defiende, pero haré todo lo que sea necesario para permitir que pueda seguir defendiéndolo".

Otra cosa diametralmente diferente es pactar un programa de gobierno con quienes tienen un concepto radicalmente opuesto al tuyo sobre cuestiones esenciales, como la unidad territorial del país. Si los catalanes de la antigua Convergencia no renuncian al "proces", es completamente inviable un acuerdo de gobierno con ellos. Pactar cualquier Gobierno de España con fuerzas que defienden la convocatoria de un referéndum secesionista en Cataluña -Esquerra Republicana, Convergencia, se llame ahora como se llame, o el propio Podemos- sería un desatino, tanto si lo hace el PP, como si lo hace el PSOE. Pero no es necesario ser maximalista, como es -por ejemplo- Ciudadanos, que defiende el rechazo a cualquier tipo de pacto con partidos nacionalistas. Un programa de Gobierno pactado o apoyado por un partido nacionalista -incluso declaradamente independentista, como es el PNV- pero que respete el marco constitucional, es perfectamente legítimo. En democracia, todos los que aceptan el marco legal, la garantía de los derechos de todos, tienen la misma legitimidad. Desde un punto de vista democrático, el problema del independentismo catalán no es que pretenda la separación de Cataluña de España, una idea que a muchos nos puede parecer estúpida, pero que en principio es tan legítima y defendible como poner un impuesto al sol u obligar a los menores de edad a vestir de verde. El problema del independentismo catalán no es que sea independentista, pues, es que ha decidido imponer la independencia a los ciudadanos de Cataluña y de España, actuando al margen de la ley. Y no se puede gobernar con quien se sitúa a priori al margen de la ley. Pero si se puede hablar, razonar, negociar, transar, intentar convencerlos. Incluso aceptar un Gobierno basado en la abstención de una fuerza como Convergencia, o Esquerrra o Podemos, si no se realizan concesiones en materia de autodeterminación a cambio de esa abstención.

Es de manual todo esto. Pero es que los partidos han logrado confundir incluso cual es la esencia del parlamentarismo. Que es hablar, entenderse, reducir las diferencias, excluir lo incompatible, llegar a acuerdos, encontrar soluciones...