Rajoy perdió. Sin sorpresas, sin necesidad ninguna, instalados en la coreografía inútil de una investidura imposible, ajena a las preocupaciones y problemas del país, la única lectura novedosa que uno encuentra entre la reiteración desgranada de excusas y justificaciones para el desacuerdo es la inesperada aparición de Canarias en el discurso del candidato frustrado pero inevitable.

Es cierto que Rajoy no sale de esta, ni saldrá el viernes de la próxima, quizá lo logre a finales de septiembre, pero ahí sigue, casi un año ya en funciones, gobernando la prórroga del presupuesto y el "impass" interminable de los asuntos urgentes. Y en medio, inesperadamente, inopinadamente incluso, una señal de atención a Canarias, precisamente cuando el peso de Coalición en el Congreso se acerca a la nada. Al margen de las vicisitudes de un presidente marmóreo y de una oposición fútil, al margen de las inanidades de esta fiesta tan cara y tan poco divertida, a la que asistimos como convidados de piedra, el discurso de Rajoy se comprometió con la defensa de la agenda canaria, con las inversiones eléctricas mil veces anunciadas, con el mantenimiento de las singularidades ultraperiféricas y se refirió insistentemente al apoyo de Coalición a su investidura (cinco menciones, cinco) y a la colaboración de su Gobierno con el de Canarias. Después de casi un lustro de teatro del absurdo en las relaciones Canarias-Madrid, con Rivero y Soria de protagonistas de la misma peli de afrentas y venganzas que hoy aburre a millones de españoles, un pésimo guion que solo recibe el aplauso por sectores de 350 mantenidos, un partido regional en horas bajas, sin votos en Madrid y con cada vez menos votos en Canarias, ha logrado recuperar las buenas relaciones con el PP y con el PSOE. Y colar sus peticiones.

Crucemos los dedos: aún faltan meses para desatascar el Estado. Pero cuando eso ocurra, y acabará por ocurrir, el Gobierno de Canarias podrá entenderse con cualquiera que sea el que esté allí.

Ahora la pregunta es si los 170 votos volverán a repetirse en un segundo intento de investidura, antes de que pasen los dos meses que empezaron a contar desde ayer, para que haya terceras elecciones. Todo el mundo cruza los dedos esperando que tras las elecciones regionales de Galicia y el País Vasco, Rajoy vuelva a intentarlo con compromisos nuevos que nos eviten acudir a las urnas el día de Navidad, en unas terceras elecciones que nadie quiere, pero que dicen las encuestas que al PP podrían beneficiar. Aunque... ¿quién cree hoy en encuestas? Las elecciones las carga el diablo, y vivimos una situación muy volátil. Puede que Rajoy lo reintente a finales de septiembre o principios de octubre, puede que el Comité Federal del PSOE acabe aceptando la abstención, puede que la cordura se instale en una clase política que ha convertido el debate parlamentario en un juego de ruleta rusa en que todo es a todo o nada. Puede que alguien tenga el talento de reinventar los Pactos de Moncloa, puede que el PP acepte reformar la reforma laboral y retirar la totalidad de la Logse. Pero también puede que el país siga instalado entre lo malo de uno y lo peor de otros y puede que nos vayamos a freír gárgaras con ellos.

Mientras eso ocurre, con la nación paralizada, alguien debe grabar a fuego en las tablas de la ley los catorce puntos sin ficha financiera que Coalición coló en una sola sesión a un PP desesperado. Y convertirlos en un tratado mínimo de relaciones con el Estado para la próxima legislatura. Porque todas las buenas noticias pueden acabar siendo papel mojado que arrastre la próxima tormenta.