Anda el PSOE instalado en la necesidad urgente de desatascar su posición sobre si apoyar o no que pueda haber nuevo Gobierno. En términos prácticos, y descartada la posibilidad de un Gobierno de izquierdas, que no suma en ninguna hipótesis, eso se traduce en la abstención -o ausencia, el día de la votación de la investidura de Rajoy- de una parte o de todos los diputados socialistas. Después de unas segundas elecciones que casi repitieron los resultados de la primeras, apuntando la tendencia a la baja de los socialistas, el PSOE no puede hoy arriesgarse a la convocatoria de otras elecciones -unas elecciones pegadas a su propia crisis- que le convertirían, si no en una fuerza testimonial, sí en el segundo partido de la izquierda, un partido supeditado al liderazgo opositor de Podemos. Es un escenario endiablado que fuerza al PSOE a elegir entre dos opciones malas: permitir que gobierne la derecha ahora o enfrentarse a unas nuevas elecciones que reforzarían el poder de la derecha y destruirían al PSOE. La primera de las opciones comportaría nuevas tensiones internas, y el rechazo de una parte del electorado (sobre todo del que ya no vota al PSOE porque prefiere votar a Podemos) y la segunda implicaría un retroceso irreparable frente a Podemos, y la renuncia a ser el partido que articule la oposición al nuevo Gobierno.

Personalmente, creo que los socialistas tienen que ganar tiempo antes de unas nuevas elecciones, para que su crisis interna se supere, y se olvide el espectáculo bochornoso del Comité Federal del sábado pasado. Los españoles necesitan además que la política resuelva sus problemas y los del país, sin necesidad de tener que respaldar todas las decisiones que tomen los políticos. Sin embargo, en los últimos dos o tres años se ha producido una creciente reivindicación del asamblearismo y de las técnicas supuestamente participativas de la nueva política. Estamos ante un sarampión epidémico de populismo, fruto de la omnipresencia de las redes sociales, de la pérdida del rol formativo de los medios, instalados únicamente en la polémica y el espectáculo, y de la pujanza de los discursos que nos venden que es más democrático consultarlo todo. Se trata de un espejismo. Porque la democracia no es sólo ir a votar o a dar tu opinión sobre dos opciones antagónicas. La democracia es articular mecanismos para la participación educada y consciente en política, para el compromiso y el consenso. Las sociedades no avanzan cambiando de dirección cada vez que el tambor señala a quién aplaudir o fusilar. Movilizar al electorado cada vez que surge un problema es una pésima receta: si no teníamos suficiente confirmación de eso con el disparate del "brexit", cuya gestión no quiere asumir ni el propio Gobierno británico, ahora lo acaba de confirmar el desastre de Colombia, un acuerdo de pacificación con las FARC aplaudido en todo el mundo que se va al garete por un minúsculo puñado de votos en un referéndum que además es vinculante para el Gobierno de Juan Manuel Santos. Una sociedad dividida por años de odios y conflictos puede elegir mantener la guerra antes que caminar hacia la paz. Y hacerlo, con una participación limitada a la tercera parte del censo y con sólo unas pocas centésimas de diferencia porcentual entre los que votaron sí y no al acuerdo. Eso es lo que ocurrió el domingo en Colombia. La sociedad que ha diseñado la moderna comunicación de masas, la sociedad de las pantallas, tiende a polarizarse entre partidarios de una opción a otra, sin matices, y las consultas y elecciones contribuyen a esa polarización

Se dice que las elecciones y referéndums los carga el diablo. ¿Quiero eso decir que hay que renunciar a la democracia directa? En absoluto: no existe hoy mejor mecanismo para saber lo que quieren los ciudadanos. Pero abusar de consultas y elecciones, escudarse en ellas para no asumir las propias responsabilidades políticas, es un vicio de políticos acobardados o que quieren eternizarse en el poder, y además comporta enormes peligros. España ha votado ya dos veces. Ya va siendo hora de que tengamos Gobierno.