Decenas de airados ciudadanos tinerfeños han saltado a las redes sociales pidiendo la declaración de "persona non grata" para el arquitecto Santiago Calatrava. La petición -planteada también en otros lugares que tuvieron que sufrir el proceder de este arquitecto con acusada tendencia al "vedettismo"- responde a un "scoop" de la competencia, que el domingo adelantó una vieja conversación entre Calatrava y Enrique Amigó, responsable durante la ejecución del Auditorio de Tenerife de los proyectos singulares del Cabildo. Según confiesa el propio Amigó en un libro sobre los milagros y andanzas de Calatrava por la geografía urbana española, tuvo que vérselas con la extraordinaria vanidad de don Santiago, y soportar algún comentario fuera de lugar.

Parece que lo que más molestó a Amigó es que Calatrava le espetara por teléfono un ridículo "Tenerife no me merece" -verdad que no hay por qué discutirle en absoluto- y le dijera que nuestra isla está "en el culo de Europa", y que él -que andaba entonces en Zurich, capital de los bancos suizos- hablaba desde el mismísimo "corazón europeo". Vaya cursilada: todo el mundo sabe que lo que está en Zurich no es el corazón de Europa sino su abultada cartera.

Quizá soy poco dado a los fuegos de artificio. Creo que Calatrava, además de un tipo bastante pagado de sí mismo, es un artista y un gran arquitecto. Quizá por eso creo que cogerse tan monumental cabreo porque Calatrava decidiera situarnos en el culo de Europa es un exceso: de hecho es justo ahí donde estamos, aunque hayamos inventado ese palabro de la ultraperificidad para que nuestra distancia y alejamiento del continente pueda expresarse en términos menos anatómicos y vulgares. Llevamos treinta años vendiéndole precisamente a Europa que estamos lejos de sus ventajas y pidiendo compensaciones y canonjías por ello. La lejanía de Europa no es solo un hecho geográfico poco discutible, es también la argumentación principal de la mayor parte de nuestros políticos regionales cuando van a pasar la bandeja a Madrid o Bruselas.

Descubrir a estas alturas la insoportable vanidad de Calatrava, después de haber soportado sus caprichos y pagado sus facturas durante tantos años, no parece poco serio. Pero aquí siempre nos enfadamos a destiempo y por cuestiones liminares: ya podíamos habernos enfadado antes porque el Auditorio tardó en hacerse doce años, y porque -quizá por ese retraso, quizá por las recurrentes discusiones entre la contrata y el director de obra- hacerlo nos costó casi cuatro veces más de lo que se había presupuestado.

Hoy tenemos un edificio vistoso, singular y carísimo, que representa muy bien esa época no tan lejana en la que atábamos los perros con chorizo de ídem y creíamos que la obra pública tiraba de la economía. Luego descubrimos que hay infraestructuras necesarias, como las hay superfluas, y que tener un Calatrava no es necesariamente adquirir una patente de modernidad, ni entrar en el selecto club de las mejores ciudades del mundo. 16.000 millones de las antiguas pesetas, casi cien millones de euros de los de ahora, es mucho dinero y podía haberse gastado en muchas cosas. Incluso en un auditorio que no pareciera un bidé invertido y sonara mejor.

Aún así, estigmatizar públicamente a Calatrava a estas alturas con una declaración de "persona non grata" se me antoja una pérdida de tiempo y una memez bastante inútil. Basta con no volver a contratarle.

Y si quedan ganas de sacarle tarjeta roja a alguien, me parece más útil ocuparnos de Lutz Bachmann, xenófobo convicto, criminal condenado y deportado y fundador de Pegida, que lleva meses viviendo tan ricamente en los sures de la isla.