El primer martes después del primer lunes de noviembre, hoy: el espectáculo preelectoral ha llegado a su final, y los estadounidenses se enfrentan a la necesidad de elegir entre dos opciones que cuentan (las dos) con más detractores que seguidores. En estas elecciones la mayor parte de los que acudan a votar no lo harán por un candidato concreto, sino contra uno de ellos, un discurso o una ideología.

En el caso de Hillay Clinton, es aún más patente la escasa simpatía que despierta entre muchos de sus propios votantes. Acudirán a las urnas no tanto para votarla como para frenar a Trump, el candidato que ha roto todos los códigos y formatos de esta campaña, un magnate de la construcción que ha construido su imagen en los reality shows y que a pesar de ello -o quizá precisamente por eso- es hoy para muchos estadounidenses la encarnación de la grandeza de América y de la promesa del "sueño americano". Un populista fullero y tramposo, venido a más, que ofrece soluciones muy sencillas a problemas complejos, que quiere purgar a América de todos sus males, deportar a dos millones de inmigrantes, obligar a México a construir un muro por toda la frontera al sur de Río Grande, encarcelar a Clinton, denunciar los tratados de Libre Comercio, bombardear Oriente Medio hasta que no quede piedra sobre piedra, desmantelar la OTAN, abandonar a la vieja Europa a su suerte, repartirse el mundo con Putin, a la vieja usanza, y cortarle las alas a esos tipos amarillos que viven en China y cada vez son más ricos a costa del obrero americano. Está claro que Trump no es un republicano al uso, ni cuenta con el apoyo de toda la dirección republicana, pero es hoy la opción de un partido que lleva años coqueteando con la tentación de romper las reglas: permitieron que el "tea party" se hiciera fuerte en sus estructuras partidarias, repudiaron los ideales del viejo republicanismo y acabaron apostando por el caballo de Atila para salvar los trastos. Han apuntalado a un candidato que puede ganar, pero es rechazado mayoritariamente en las ciudades más importantes, las de las costas este y oeste y los grandes lagos, por las minorías, por las mujeres y por todo lo que representa ese confuso e indefinible concepto que responde al nombre de "establishment".

Frente a Trump, una Hillary Clinton, despreciada por una mayoría de hombres blancos de los estados rurales, del medio este y del oeste, lo que algunos llaman la América profunda, y por los obreros industriales empobrecidos y desindicalizados, por los racistas y supremacistas, los partidarios de la segunda enmienda, los evangélicos, y los blancos pobres, todos los que sienten que América corre peligro, que el enemigo son los inmigrantes, Wall Street, los musulmanes, la globalización, el Gobierno Federal, los liberales, los negros, los universitarios, la teoría de la evolución y el aborto.

Contra todo pronóstico, Trump ha logrado convertirse en un candidato idolatrado por medio país, un demagogo arribista y sin escrúpulos, que desprecia a las mujeres y presume de no pagar sus impuestos, mientras a la mendaz Hillary le toca ser el dique de contención contra esa demagogia que nos llega del corazón mismo de la mayor democracia del planeta. Ella y quienes gobiernan el mundo dejaron que la crisis destruyera la vida de millones de personas y ahora esos millones heridos y empobrecidos nos devuelven este martes -ocurra lo que al final ocurra- un remedo del fracaso de Weimar: una sociedad rota, dividida como no lo estuvo desde la Guerra Civil, enfrentada a sus propios miedos, aturdida, acobardada, con la mitad del país entregada al poder de la tele y a este nuevo fascismo sin uniformes.