La reivindicación de cobrar un salario por dedicarse voluntariamente a la administración de los asuntos públicos es incluso más antigua que la democracia moderna. De hecho, en su origen se consideró una reclamación progresista: se trataba de garantizar que las personas de ingresos bajos pudieran dedicarse a la política. Que los diputados cobraran un sueldo anual fue una de las seis reivindicaciones incluidas por el movimiento cartista en la "People''s Charter", un documento remitido al Parlamento británico en 1838, en el que también se pedía la abolición del requisito de ser propietario para ser elegible, el sufragio universal masculino para los mayores de 21 años (para los que estuvieran cuerdos y no tuvieran antecedentes penales) y el secreto del voto. Desde entonces ha llovido bastante, y la democracia se ha consolidado en la mayoría de los países, pero la cuestión de los sueldos sigue trayendo cola. Y es lógico: si yo pudiera decidir el sueldo que cobro, sería muy generoso conmigo. Algo parecido ocurre con el salario de los políticos: cada vez son más los políticos que cobran, y los sueldos son más altos que los de la mayoría de los trabajadores. En 1979, cuando se producen las primeras elecciones municipales, la mayoría de los ayuntamientos del país no pagaban un salario ni siquiera a sus alcaldes. Hoy cobran algún tipo de emolumento hasta la mayoría de los concejales de la oposición, y hasta en los pueblos más pequeños.

El PP prometió cambiar eso y a principios de 2013, nada más estrenarse Rajoy en el poder, anunció una ambiciosa reforma local que -entre otras cosas- prometía que de los 68.285 concejales que hay en España solo cobrarían tras la aprobación de la ley el 18 por ciento -poco más de 12.000-. El 82 por ciento restante tendría que aguantarse, y además los sueldos se bajarían sustancialmente. Pero una cosa es predicar y otra dar trigo: la reforma tropezó con la oposición unánime de los cargos públicos del PP y del resto de los partidos, y la rebaja quedó en muy poca cosa. En algunos pueblos, sin embargo, y casi siempre a iniciativa de la oposición que no cobra, se aprobaron reducciones de sueldos. Ocurrió, por ejemplo, en Arico, el pasado mes de septiembre, cuando a la alcaldesa Elena Fumero -que cobraba el máximo permitido, 3.000 euros al mes- se le rebajó a 1.650 euros por catorce pagas, a dos de sus concejales a algo más de 1.500, y a otros dos a 1.150, cantidad esta que la señora Fumero considera por debajo del salario mínimo (del salario mínimo de Alemania, supongo).

La cuestión es que hace unos días, en una decisión abracadabrante, la alcaldesa y su grupo de Gobierno han denunciado en los tribunales al propio ayuntamiento que dirigen (debe ser el primer caso de denuncia presentada contra uno mismo) reclamando la anulación del acuerdo adoptado por el pleno, volver a cobrar lo que cobraban y que se les devuelva hasta el último euro del salario dejado de percibir. Ahí es nada. Se trata, por cierto, de la misma alcaldesa que hace unos días decía en la prensa estar dispuesta a no cobrar su sueldo, antes que cumplir las instrucciones de su partido y tener que devolverle la alcaldía al PSOE. Y la entiendo... Yo también estaría muy enfadada con los socialistas (o con cualquiera) si me hubiera bajado el sueldo de golpe un 45 por ciento.